Bajo otro cielo
Me despierta el tumulto de personas impacientes que se amontonan en el pasillo de la cabina del avión y abren los compartimientos para recoger su equipaje de mano. Me levanto desorientada. Dormir sentado acarrea sus consecuencias: tengo las piernas adormecidas.
En la fila de inmigración me topo con alguien que me reconoce. “Tú eres la chica que sabía latín y una vez asististe a un curso en el que yo estaba el semestre pasado”—me dice. “Ah, sí claro, bueno, tampoco es que sepa tanto”—le contesto, esperanzada de que la conversación muera con mi frase. Pero no. Al contrario, la plática se extendió durante la siguiente media hora que nos tomó llegar al control de pasaporte. Ambos veníamos a Perú con el mismo motivo de asistir y presentar ponencias en una conferencia sobre estudios latinoamericanos. Yo seguía sonámbula mientras él me hablaba de su ponencia, de su maestría que terminó en no sé qué y del doctorado que apenas comienza en la universidad de CUNY, en Nueva York. Lo dejé hablar pensando que tal vez eso le bastaría. Pero no. Él quería que mi rol fuese más activo en la conversación. Resignada, comencé a contestarle lo que me preguntaba. Le conté que ya me faltaba poco menos de un año para acabar el doctorado, que no sabía que haría luego porque el mercado está terrible para las Humanidades y que sí, que por supuesto le enviaría bibliografía relacionada a su propuesta de tesis. Mientras le hablaba, sentía que cada frase me lijaba los dientes, incluso las encías. Siempre evito tener este tipo de conversación antes del medio día y, esta vez, eran las seis de la mañana.
Nos despedimos con promesas de volvernos a ver en el congreso. Yo salí directo a la calle para pedir un taxi. Ya me habían explicado que los taxis había que tomarlos con cautela y que debían ser autorizados por el aeropuerto. Luego de cierta confusión y estrés, acabé compartiendo un taxi con unos mexicanos que también asistirían al congreso.
El mar caótico de vehículos atravesándose unos a otros remató los residuos de sueño que aún me quedaban. Estoy en Latinoamérica, en esa paradoja del caos ordenado. Miro por la ventana y veo que se asoma un cielo blanco que me impide abrir bien los ojos. Le comento al taxista que parece que va a llover y él me contesta con cierta condescendencia, “no señorita, en Lima nunca llueve”. Me sorprende su respuesta. El mexicano le pregunta asuntos relacionados a la política local y yo me pongo un tanto nerviosa. El taxista, sin titubeos, afirma que él y su familia entera son fujimoristas de corazón y hasta la muerte. Que Alberto Fujimori acabó con el terrorismo y su hija debió haber ganado las pasadas elecciones para poder continuar el legado de su padre y de paso, limpiar su nombre después de los escándalos de corrupción…
Mientras, yo sigo mirando por la ventana y me percato de que hay muchas casas en ladrillo sin terminar. Le pregunto al taxista el porqué y me contesta que se trata de una práctica común en Lima para evadir los impuestos de propiedad. Es decir, una casa a media obra, no paga contribuciones al gobierno. En el camino, los anuncios escritos a mano y murales con mensajes de corte político me saturan la vista. JUNTOS TODOS TRABAJAMOS POR UNA MEJOR LIMA, COMEDOR FAMILIAR, SE VENDE COMIDA SALUDABLE, TU PICANTERÍA FAVORITA, son algunas de las frases insertadas en el tejido urbano. “Es una ciudad muy textual. Qué paraíso sería para el niño que apenas aprende a leer”—pienso.
Al cabo de unos cuarenta minutos, finalmente llego a la casa de mi amiga peruana. No hago más que bajarme del taxi y ella sale disparada por la puerta, a medio vestir. Me abraza y me dice que estaba toda preocupada porque me he demorado tres horas en llegar. Le cuento que todo se complicó en el aeropuerto, que había mucha fila en inmigración, que los taxis estaban lentos y que había tráfico.
Aprovecho para preguntarle sobre la peculiaridad del cielo blanco y la supuesta imposibilidad de ver caer un aguacero. Como el taxista, ella sonríe y me dice: “Así es querida. Aquí nunca llueve”. Me sorprendo por segunda vez. Y añade: “A este cielo se le llama ‘panza de burro’. Y como dijo Vargas Llosa, así es el limeño. Siempre creyendo que está a punto de llover. Siempre esperando que llueva”.