El salto
Empujo con dificultad el carrito con las maletas que casi superan mi estatura y duplican mi peso. Antes de salir del JFK, un oficial me pregunta que por qué llevo tantas maletas. Le explico que me estoy mudando de regreso a la ciudad después de un año de ausencia. El oficial me señala un sello en mi pasaporte y me cuestiona sobre mi viaje a Jordania y a Palestina. Me pregunta que si traje algún souvenir de allá… Le digo que no y me deja pasar.
Ya en la ciudad, salgo a la calle y me siento en control. Poco a poco voy reconociendo sus recovecos y me voy reencontrando a mí dentro de ellos. Camino y sigo la pista de aquellos lugares que solía frecuentar. A pesar de que solo ha pasado un año, me sorprendo al ver que algunos bares y restaurantes se han extinguido. Pareciera ser que se fueron conmigo pero nunca regresaron. Descubro que cerró el restaurante criollo donde solía aplacar los bajones de arroz con habichuelas y bistec encebollao’ en Washington Heights y que el sitio barato de comida china de la esquina, sufrió un escape de gas y explotó.
La red underground se reactiva para agilizar el proceso de mudanza. A diferencia de mi experiencia en la Ciudad de México, la diáspora hispano-caribeña está tan presente como las vías del subway y se mueve con la misma rapidez que sus vagones. Hago llamadas y reconecto con los administradores de los edificios en que he vivido (building superintendents) e inmediatamente se abren las puertas de mi retorno. ¿Dónde comprar el aire acondicionado más barato?, ¿quién me lo puede instalar a un precio módico? y ¿a quién puedo acudir para que me ayude a montar los muebles que dejé guardados en el storage?
Al caminar por el Spanish Harlem me percato de la cantidad de taquerías mexicanas que abundan en la zona. Todavía no estoy lista para volver a comer tortilla de maíz. Sin embargo, como si un año me hubiera concedido una expertise en gastronomía mexicana, puedo reconocer la calidad entre un restaurante y otro. “A éste vengo luego”—me dije.
Aunque siento nostalgia por lo vivido en la Ciudad de México, redescubro los tesoros nuyorquinos. Me muevo en el subway a cualquier hora y adonde quiera, camino con cierta ilusión de seguridad por las calles y me topo con caras conocidas que propician conmovedores reencuentros. Claro, todo está infinitamente más caro que en México y que hace un año aquí. El tren cuesta una peseta más y los menús de restaurantes ya no son tan generosos.
El tejido humano hispano-caribeño, que habita la ciudad, amortigua mi re-incursión en esta urbe. Entrar a un supermercado y escuchar merengue en la radio, hablar con una taxista sobre el orégano brujo que acabó de sembrar en su casa y regalar libras de café en agradecimiento, es como contar con la red de seguridad que le ponen a los trapecistas de circo.
Así me siento. Sin miedo a los saltos y a las acrobacias.