Juego de palabras
Las palabras no siempre viajan bien entre culturas. Pareciera ser que sus significados se alteran en el camino y acaba uno enunciando cosas que nunca quiso decir o, peor aún, se puede caer en el vacío de la incomprensión.
La buena noticia es que no siempre es unilateral. Los otros que te reciben en su país también pueden pecar de no darse a entender claramente.
En México existen palabras y expresiones que no deben decirse en público. Por ejemplo, la coloquial expresión “darme un palo”, que se refiere a “tomarse un trago”, no es muy bien recibida. Acá posee una connotación sexual escalada (no es difícil adivinar lo que entienden por “palo”). Las primeras veces que dije: “me estuve dando un par de palos con fulanito” o “dame de tu palo que se me acabó el mío”, creé -sin saber- una embarazosa situación que percibí en los ojos abiertos de mi interlocutor. “¿Qué qué señorita?”
Otra palabra que puede resultarles ofensiva es la utilización de la palabra “plantilla” en lugar de tortilla. Las plantillas son las de los zapatos. Tampoco se dice “burrito” porque es un “taco”. Y ni se diga de buscar “taco shells” en el supermercado. No solo no existe, sino que es una gringada absoluta para los mexicanos. Los nachos son chilaquiles y el “sour cream” es crema de mercado.
Ahora bien, aquí el plátano, el guineo y la banana caen bajo una misma categoría: plátano. El otro día pedí un postre identificado en el menú como “plátano con helado” y para mi sorpresa, en vez de banana, me trajeron un plátano maduro frito (o “amarillito”).
Y la lista prosigue: las habichuelas son frijoles; coger es un verbo absolutamente sexual; los bichos son insectos o cosas con forma de cucaracha; el peaje es caseta y los chavos son niños o jóvenes. No se llama por teléfono sino que se “marca” y se supone que al contestar uno diga “bueno” en vez de “hello” o “aló”. No se trabaja sino que se chambea, no se guía sino que se maneja, no se sale a janguear sino que se va uno de peda. No se emborracha uno, sino que se empeda.
Si hubiera sido espía, las palabras me habrían delatado.
Entonces pienso en mi maleta de palabras. Por más que las doble, reorganice, renuncie a utilizarlas, o incluso, enriquezca más mi léxico, nunca falta el momento inesperado en que se me escapa algún “qué tostón” con cierto descaro. Ni modo. Uno es un millón de palabras.