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El patio ‘online’

Suena el ringtone de mi teléfono que asocio con las video-llamadas de mi madre o mi padre. Sin embargo, esta vez sé que se trata de una mis amigas de la infancia que, como yo, emigró a los Estados Unidos hace algunos años. Sé que es ella porque me ha citado para presenciar virtualmente la ceremonia en la que se revelará el sexo de su bebé, de quien seré madrina.

Contesto el teléfono y me topo con la imagen de su padre, a quien no veía desde hace poco menos de una década y con quien solía conversar durante los años formativos de mi preadolescencia. Me saluda con la misma cercanía y sonrisa de entonces. Cariñosamente, pasa su teléfono de mano en mano para que pueda saludar al resto de la familia: la madre, la abuela, las hijas y el esposo de mi amiga. Varias horas de diferencia nos separan: ellos ya almorzaron y yo apenas me encuentro desayunando tarde. “Estamos esperando el postre para recibir la noticia”, me dice el padre con marcada emoción.

Mientras todos ellos se organizan en un restaurante familiar en el estado de Georgia, me ataca un centenar de memorias afectivas.

De pronto tengo diez años y estoy estrenando el hula-hoop que me regaló mi madre en el patio comunal del Condominio Luna, en el Viejo San Juan. Es sábado o domingo cuando se me acerca una niña, recién llegada, con cara de querer hacer nuevos amigos. En aquel momento, ella (hoy la madre de mi futura ahijada) interrumpió mi rutina solitaria de hija única para preguntar mi nombre y mi edad y de paso, entablar una conversación cordial. A pesar de que no recuerdo en detalle el contenido de esta primera interacción, sí recuerdo que hablamos durante varias horas en ese patio. Me contó que me llevaba dos años y que era de Cataño y Levittown. Además, me advirtió que sólo visitaba el condominio durante los fines de semana. Yo le conté que era del Viejo San Juan y que, como ella, apenas me había mudado a ese lugar con mi madre. Desde entonces, solía esperar con ansias su llegada durante los fines de semana y, posteriormente, me alegró mucho cuando me comunicó que ya se instalaría permanentemente en el susodicho condominio.

Así, nos volvimos inseparables. Su familia se convirtió en la mía y viceversa.

De pequeñas, jugábamos con muñecas y cantábamos melodías de Alejandra Guzmán simulando nuestros micrófonos con cepillos redondos de blower. Comíamos latas de Chef Boyardee con tenedores de plástico porque, en algún momento, nos convencimos de que sabían mejor de esa manera. Nos esperábamos en Covadonga, el terminal de guaguas, para subir juntas la empinadísima cuesta de la O’ Donnell mientras nos contábamos la cantidad de asignaciones escolares pendientes y planificábamos lo que comeríamos antes de que llegaran nuestros respectivos padres del trabajo. Recuerdo vívidamente una ocasión en la que, vencidas por el sol y el cansancio, antes de llegar a la cúspide de dicha cuesta, ella me dijo: “chica, tengo asignaciones de toas’ las clases. Vamos a dejar de hablar a ver si llegamos pronto”. Acto seguido, nos atacó una de esas paveras monumentales y características de la preadolescencia. Presenciamos juntas, en casa de su abuela, la victoria de Tito Trinidad contra Óscar de la Hoya y la de Denisse Quiñones en el certamen de belleza Miss Universe. Mi madre le regaló de cumpleaños su primera camisa con “la espalda por fuera” mientras que ella me enseñó los elementos básicos del maquillaje y el peinado que aún no domino. Aprendí a cocinar en su casa donde luego pasé horas muertas hablando de novios o amores imposibles. Incluso, luego de haberme mudado del condominio, recuerdo cómo regresé un fin de semana a su casa, en lágrimas, cuando experimenté mi primera ruptura amorosa. Su madre me recibió con los brazos abiertos y me dijo: “ay mija, eso es lo que deja, pero para eso es que estamos aquí, para eso es la familia. Ya verás cómo se te quita eso”.

Súbitamente, el padre de mi amiga interrumpe el curso de estas memorias.

Me dice que ya estamos listos y que sólo falta que los otros invitados virtuales, como yo, contesten sus teléfonos celulares. Entre ellos, se destaca el hermano de mi amiga, con quien también crecí y a quien saludo efusivamente. Nos hablamos y lanzamos besos de pantalla a pantalla. En eso, el padre de mi amiga y abuelo de la criatura se disculpa por la demora, a lo que yo respondo: “no te preocupes, así es Puerto Rico y su diáspora”. Tanto él como su esposa, la madre de mi amiga, han viajado a Georgia desde Puerto Rico.

Una vez todos los invitados estuvimos presentes, se reveló el sexo y nombre del bebé. El proceso implicó cierto delay y confusión para nosotros, los invitados virtuales. Noté cómo los que comían cupcakes, para descubrir su color interior y descifrar el sexo del bebé, se tomaban la molestia de hacerlo despacio y así mostrarnos la euforia del momento a través de las diminutas cámaras de sus smartphones.

Aproveché ese intervalo para evocar nuevamente la historia que comparto con mi amiga y madre del bebé. Al cabo de unos minutos, pude entender lo que estaba pasando en la imagen del otro lado del teléfono: “¡es una niña!”.

Entonces, no hice más que preguntarme quién será esa otra amiga que acompañará a esa criatura a lo largo de todas las experiencias que compartí con su madre, cuando no vivíamos la diáspora o distancia geográfica.

Es decir, ¿cuál será ese patio comunal donde se cruzarán para siempre?

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