A ventanas abiertas
Desde pequeña, siempre me han gustado los balcones.
Probablemente porque crecí en casas donde eran el único espacio abierto. Mientras mis compañeros de la escuela elemental jugaban en extensos patios o playgrounds y entrenaban sus cuerpos en los “pasamanos” o chorreras, mi pasatiempo preferido era asomarme por el balcón y contemplar el flujo sanjuanero durante la década de los 90.
Como los paladares que se adiestran para apreciar la calidad de los alimentos, una señora octogenaria me inculcó el gusto por pararme frente a un balcón y contar los carros pasar.
No tenía ni dos años cuando empecé a contar los carros que transitaban por la estrecha calle de la casona donde me cuidaban. Lo sé, no porque me acuerde de esto, sino porque un documento oficial así lo demuestra. Resulta que, en aquel entonces, para entrar al pre-kínder sin haber cumplido los cuatro años, el departamento de educación exigía una evaluación psicológica y cognitiva del niño. Durante la evaluación me hicieron varias preguntas que cubrían desde principios aritméticos hasta cuestiones de corte personal. Me preguntaron por el color de la grama, a lo cual contesté que era color “rosita” (probablemente porque era mi color favorito) y luego me hicieron la gran pregunta definitiva: “¿para qué son las ventanas?”.
“Para ver los carros pasar”—contesté sin mayor reparo o inseguridad.
Supongo que, en el aquel momento, me habré remontado a mi memoria más reciente: la octogenaria y yo, recostadas del balcón de su casa en la calle Luna 402 contando carros rojos durante varias horas. Incluso recuerdo que teníamos unos paños de tela que ella misma había confeccionado para no quemarnos los brazos con la madera azotada por el sol.
Después de su deceso, a sus ochenta y ocho años y a mis seis, continué la costumbre en el balcón de mi cuarto en la calle Sol 282. Era otro Viejo San Juan. No habían hoteles galería ni Airbnb. Era otro flujo urbano que incluía desde el señor del balcón de enfrente que se emborrachaba y nos gritaba a media noche lo mucho que nos quería hasta el zapatero que tenía su zapatería en los bajos y que vociferaba “dale leche a la nena” cuando me escuchaba llorar.
En ese balcón de la Sol 282 pasé horas muertas. Allí dibujaba el edifico de enfrente, soplaba burbujas de jabón e incluso, cuando venía una amiguita querida, jugábamos a lanzar soldaditos con paracaídas por el balcón. Claro, no había Netflix ni tampoco contábamos con tabletas o videojuegos. Lo de soplar burbujas se acabó cuando un mesero del restaurante contiguo a la casa me gritó desde la calle que los clientes se estaban quejando de las mismas.
De la Sol 282, mi madre y yo, nos mudamos a otras casas que ya no contaban con balcones que miraran hacia la calle. Supuse que ya no habría más balcones para mí. Incluso pensé que los había superado. En aquel momento, también comprendí que “ver los carros pasar” no era otra cosa que una actividad pedagógica que la octogenaria había inventado para enseñarme a contar.
Veinte años después, en una capital extranjera, me topo con un balcón muy parecido a los sanjuaneros; estrecho, con balaustres de hierro y descansabrazos de madera. De pronto, me sorprendo levantándome más temprano de la cuenta para poder disfrutar de mi estadía en el balconcito. Y recuerdo las burbujas, el zapatero, los vecinos y los soldaditos con paracaídas.
Poco después, regreso a la ciudad de Nueva York. Llevo cuatro mudanzas hasta ahora. En esta nueva casa, no tengo un balcón, pero tengo varias ventanas con vista hacia la calle.
Entonces, sentada en la mesa de comedor, que es también mi escritorio de trabajo, contemplo los edificios que caracterizan el paisaje urbano plasmado en cualquier postal o souvenir nuyorquino.
Mientras miro los edificios estáticos, el sonido del subway interrumpe mi panorama visual. Sin darme cuenta, comienzo a contar las veces en las que lo escucho pasar y detenerse en la estación de la 125 que queda casi al frente de mi casa.
Entonces, recuerdo los carros rojos que solía contar de niña con la octogenaria y me percato de que estoy contando el pulso de la línea roja #1 del subway.
En ese momento, comprendo lo que algunos llaman ensimismamiento. Es decir, ese deseo de contarlo todo sin saber por qué ni para qué y que comoquiera, se cuenta.