Entre nosotros
Un cumpleaños es potencialmente un papelón. Desde los invitados que no llegan o aquellos que llegan sin haber sido invitados, hasta el momento en que se internaliza que cada año se pone uno más viejo. Los cumpleaños ofrecen un contexto repleto de variables que ni el cumpleañero ni los invitados pueden predecir o controlar.
Ahora bien, un cumpleaños de jóvenes boricuas en Nueva York es un papelón único. De entrada, se busca un lugar que tenga por lo menos una mesa de billar o una vellonera. También se toma en consideración el precio de las bebidas. No hay medallas pero se sobrevive… sobre todo si las cervezas están a buen precio.
Llegamos tarde pero seguro al cumpleaños de un amigo querido. Allí estaban los boricuas con trago en mano y taco de jugar billar. Abrazos efusivos. Altos decibeles de emoción. Voy directo a la vellonera para poner una canción cuando el cumpleañero me grita desde la otra esquina que le ponga el disco de Olga Tañón. Somos los únicos poniendo canciones en la vellonera. El resto de las personas nos miran como perturbados por el escándalo. Hemos montado nuestra propia fiesta.
El cumpleaños se acabó cuando cerraron el bar. Pero la fiesta siguió.
Pasamos a una panadería donde venden sándwiches con lo más parecido al pan de agua. Se me antoja una tripleta pero ya eso es mucho pedir en estos lares. Me compro un sándwich. Percibo cómo el ánimo va cambiando… de la ebriedad al lloriqueo el tramo es muy corto. Pienso en los cumpleaños de mi infancia cuando, en solo segundos, la adrenalina más pura y dura se transformaba en lloriqueo o rabieta. Siempre surgía alguna madre que nos calmaba diciéndonos: “esto es pa’ gozar, esto no es pa’ llorar”. Ahora, ya adultos, aparece esa amiga que funge el papel de madre y convierte el badtrip en anécdota festiva para la posteridad. A fin de cuentas, todos somos como familia.
Lo bueno de los cumpleaños boricuas es que nadie se va para su casa solo. Siempre alguien pide un taxi para el grupo.
Llega la minivan. Todos nos subimos con la certidumbre de que algunos dormiremos en el piso de la casa de otro. Y mejor aún, sabiendo que al día siguiente, con café en mano y media libra de pan, repasaremos el inventario de anécdotas.