Primer acto
Es un artista callejero, de los que expelen fuego por la boca. Todas las mañanas, frente a un semáforo entre las calles Michoacán y Patriotismo, en el lapso en que se detiene el tráfico, monta su performance. Escupe fuego varias veces y luego se limpia la boca con un pañuelo que guarda en su bolsillo y que por su repetido uso semeja un estropajo. Acto seguido, emite sonidos vocálicos: “ah-ah-eh-eh” mientras se acerca a los vehículos cuyos ocupantes, como audiencia complacida, remuneran su acto.
Lo veo todas las mañanas al cruzar la calle donde vivo. Ocasionalmente, lo he visto interrumpir su rutina para beber agua o cambiarse la camisa detrás de un árbol, al pie del cual guarda su utilería. Otras veces lo veo desde el interior de un auto. Sin embargo, el detalle invariable son sus sonidos vocálicos, cargados de ceniza y gasolina.
Me convencí de que era mudo. Imaginé que probablemente había perdido la voz a causa del deterioro de sus cuerdas vocales por su acto. Pensé con ironía que el hombre había canjeado su voz por ganarse la vida.
Para entonces, ya me reconocía al cruzar la calle y mientras hacía su número, a veces me saludaba con la mano que sostenía el pañuelo. Yo le devolvía el saludo.
Un día, quise remunerar su acto. Esperé a que interrumpiera su rutina y fuera tras bastidores a rellenar su vaso de gasolina y de paso, beber un poco de agua. Allí saqué un billete y se lo di. Le dije que lo había visto todas las mañanas anteriores a ésa y que era su fan. Se detuvo un momento, se arregló la camisa, y se compuso. Con voz modulada, de orador frente a multitudes, me dio las gracias de modo elegante.
Para mi sorpresa, no era mudo. Su acto, no sólo representa su destreza tragando fuego sino que también incorpora la astucia y maña de la calle. No me sentí engañada. Por el contrario, recordé que siempre ha habido otros mejor vestidos y con mayor elocuencia, que construyen sus artificios para el engaño.