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La danza de la lluvia

En estos días en que decenas de miles de nosotros vivimos la desgraciada conjunción que se produce cuando un calor que se pega del cuerpo como una frisa caliente hay que combatirlo a cubetazos y no como Dios manda, con una buena ducha fría, no son pocos los que, recordando tradiciones que vienen desde las primeras civilizaciones, se han sentido tentados a tirarse al patio a bailar la danza de la lluvia.

Queremos, pues, que caigan raudales de agua límpida del cielo que nos haga olvidar la pesadilla de no tenerla en el grifo todos los días. Lo queremos, lo imploramos, que venga lo que sea, inundaciones, una vaguada, hasta un huracán si eso es lo que hace falta, con tal de que, al llegar a casa de una larga jornada de trabajo o recreo, poder hacer sin restricciones lo que la vida manda en ese momento, sobre todo en este angustioso tiempo de tanto calor, que es un prolongado baño.

Por eso lo de la danza de la lluvia, lo de estar mirando todos los días los niveles de los lagos, lo de reaccionar jubilosos cuando se oye un trueno a los lejos, lo de bailar de alegría cuando alguien nos cuenta que aquí o allá lleva un rato lloviendo.

Se está manifestando en esto una costumbre demasiado puertorriqueña: encolerizarnos por los problemas, creer que tienen soluciones fáciles y esperar que se resuelva de inmediato para olvidarnos y pasar al próximo, sin mirar ni por un momento las causas, que es, esto último, la única manera, para tratar de no tener que encontrarnos con la misma dificultad en el futuro.

Nos horroriza el crimen y condenamos al criminal sin detenernos un instante a mirar las raíces de la violencia. Nos burlamos del poco educado sin preguntarnos por qué unos tienen acceso a educación de calidad y otros no. Despreciamos al pobre ignorando, adrede ocasionalmente, cuáles son las causas estructurales de la falta de oportunidades económicas y movilidad social. Repudiamos, algunos, la paupérrima calidad de nuestra clase política, sin tratar de entender la hermética estructura electoral que les cierra el paso a los talentosos y les pone en bandeja de plata los puestos a los mediocres.

Por supuesto que es más fácil mirar los problemas superficialmente, porque es bastante probable que, al examinarlos en su raíz, comprendamos que nosotros, santas criaturas, tenemos alguna culpa también.

Este tema de la sequía y el racionamiento es el último ejemplo de esta triste actitud.

Nos hemos dejado convencer que no hay agua porque no llueve y por eso todos los días al acostarnos, junto a la salud de nuestros queridos y un carro nuevo o una novia o novio, le pedimos a Dios que llueva. La falta de lluvia, sin duda, es parte del problema. Pero no lo es todo. Ni siquiera es lo principal.

La causa principal es la manera en que permitimos que nos metieran por ojo, boca y nariz la narrativa de un modelo de desarrollo urbano que no se ajusta a nuestra realidad geográfica, social ni económica y que desestabilizó, en algunos casos de manera irremediable, los ecosistemas que hacen que tengamos agua aunque no llueva.

Combinamos esto con una total ausencia de planificación a largo plazo o de medidas de mitigación temporeras como sería el dragado de los lagos y tenemos la receta del desastre que nos ha puesto a confiarle el cuidado de ciertas partes de nuestros cuerpos a toallitas húmedas desechables.

Esto es más o menos así:

No tenemos agua porque los embalses de los que se suple la zona metropolitana, Carraízo y la Plata, se están vaciando. Se están vaciando porque no reciben la suficiente agua.

Y no reciben la suficiente agua porque permitimos que se construyera a lo loco en su cuenca. Permitimos que se construyera a lo loco en su cuenca con ese ramillete de urbanizaciones que hay sobre todo hacia el sur de San Juan, en Caguas, Gurabo, San Lorenzo, por ahí, muchas de ellas vacías porque no había quien comprara las casas después de construidas.

A eso le llaman desparrame urbano y es también la causa de que muchos de los una vez hermosos cascos urbanos de nuestras ciudades sean hoy día pueblos fantasmas en los que abundan edificios abandonados, soledad, desolación.

También es la causa de que los puertorriqueños tengan que embrollarse comprando carros y el gobierno manteniendo carreteras.

Y, no por último menos importante, al permitir que se construyera a lo loco en la cuenca de los lagos borramos del mapa los bosques y áreas verdes que atraen la lluvia y guardan agua para cuando no llueva, además de protegernos de inundaciones.

Así de simple lo explicaba el eminente científico puertorriqueño Arturo Massol Deyá en un artículo publicado el pasado 27 de junio en el semanario ponceño La Perla del Sur: “cuando llovió, los bosques actuaron como grandes esponjas que luego, poco a poco, liberan el líquido manteniendo flujos mínimos en los ríos”.

En ese mismo artículo, Massol Deyá daba un dato estremecedor: la cobertura boscosa en la cuenca de Carraízo es de solo 35% y en la Plata de 37%. En los embalses Garzas de Adjuntas, Cerrillo de Ponce y Dos Bocas de Utuado son de 92%, 89% y 79%.

En todos esos sitios, las comunidades han dado valerosas luchas contra la deforestación. Gracias a esas gestas, para los que se suplen de esos embalses, hasta para los que se burlaron de lo manifestantes, la psicosis de racionamiento, oasis, cubetazos y toallitas húmedas desechables son cosa básicamente de otro país.

Así que piense en esto la próxima vez que una comunidad se levante en contra de un desarrollo innecesario. Piense la próxima vez que oiga a los inconscientes ponerle motes como “pelú”, “idealista” o “socialista” a los que dan estas luchas. Piense en esto cada vez que alguna figura pública, haciendo gala de la ignorancia del troglodita o defendiendo por lo bajo los intereses económicos que lo sostienen, se burle de estos esfuerzos diciendo que se quiere parar “el desarrollo” para salvar “un pajarito”.

Ese pajarito al que se quiere salvar, si lo mira bien, es usted mismo.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)

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