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Pobreza, mala palabra

Aceptamos el desafío. Vamos a hablar de las diferencias entre los niños que van a escuelas públicas y los que van a las privadas. Pero vamos a hablarlo de verdad. Sin miedo. Hurgando allá en lo profundo, llegando a donde tanto tememos. Vamos a tratar de que caiga la venda que no queremos quitarnos para no ver lo que preferimos ignorar, ocultándolo en el rincón más remoto de la conciencia, para fingir que no existe.

Empecemos.

El pie forzado lo dio el presidente del Senado, Eduardo Bhatia, quien, en unos comentarios muy poco pensados, dijo esta semana que los estudiantes de escuela pública “no entran a la Universidad de Puerto Rico”, “no saben ni la tabla del 9” y “no pueden escribir un ensayo”.

Comentarios, sí, muy poco pensados, porque generalizó de la manera en que lo hacen los que hablan sin pensar. Claro, Bhatia, hay estudiantes de escuela pública que entran a la UPR, que son genios en matemáticas y que escriben mejores ensayos que la mayoría de los legisladores, algunos de los cuales, en un ejercicio reciente del diario Primera Hora, no pudieron ni identificar a próceres puertorriqueños que son reconocibles hasta para niños de escuela elemental.

Para colmo, había por ahí una estadística que dice que este año el 56% de los estudiantes admitidos a la UPR proceden de escuela pública, versus el 43% que viene de la privada. Se juntó eso con la mala leche que ha generado Bhatia por una propuesta de reforma educativa que algunos interpretan, erróneamente, como que tiene el propósito de privatizar el sistema público de educación y poco faltó para que guindaran al presidente de la torre de la UPR de Río Piedras.

En nuestra horrenda costumbre de tomar todo a la ligera, medio mundo empezó a ventear que era producto de la escuela pública, que llegó a esto o a lo otro y Bhatia, el pobre, no volvió a hablar del tema en toda la semana.

Si una sola persona se hubiera tomado la molestia de rasgar un poquito la superficie se habría dado cuenta de que, a pesar del pecado original de la generalización, Bhatia no está del todo equivocado en cuanto al problema de acceso a la UPR para los estudiantes de escuela pública.

Lo primero que salta a la vista es esto: la proporción de niños y niñas en escuelas públicas versus las privadas es más o menos de 70% en las del Estado y 30% en las otras. O sea, si bien hay más estudiantes de pública que de privada en la UPR, la proporción es menor al comparársele con el universo de niños y niñas.

Lo otro que pudo haber visto el que le interesara tratar esto en serio es que la cifra de 56 versus 43 es la totalidad de la UPR. Si vamos por recinto, la cosa cambia dramáticamente.

Estadísticas de la misma UPR revelan, por ejemplo, que en los dos recintos más codiciados, Mayagüez y Río Piedras, que tienen los requisitos de admisión más estrictos, la mayoría de los estudiantes proceden de escuela privada. El informe de admisiones de 2013, el más reciente disponible, indica que en Mayagüez, el 51% de sus alumnos son de escuela privada. En Río Piedras es ya una tragedia: solo el 35% viene de escuela pública.

Las proporciones se balancean cuando se examinan los números en otros recintos con requisitos de admisión menos estrictos. En Aguadilla el 75% viene de escuela pública; en Arecibo el 74%, en Humacao el 73%, en Utuado el 70% y así por el estilo. Eso no lo dijeron el gobernador Alejandro García Padilla ni el secretario de Educación, Rafael Román, cuando, disparando de la baqueta, le cayeron encima a Bhatia.

¿Significa esto que los estudiantes de escuela pública son unos brutos? Por supuesto que no. A explicar eso vamos ahora mismo, antes que alguien se ponga ansioso.

En el 2012, el 77% de los estudiantes de escuela pública estaba bajo el nivel de pobreza, 32 puntos más que el nivel de pobreza de la población general de Puerto Rico, que es de 45%.

Abundan, es más, sobran los estudios, de hace décadas y de ahora, que indican que las condiciones de pobreza tienen un efecto directo y devastador sobre el desempeño académico de los niños y niñas. El estrés familiar causado por la estrechez económica; la pobre alimentación; la carencia de recursos educativos, tecnológicos, culturales y de esparcimiento, todo eso y más, pone en desventaja al niño pobre versus el acomodado.

Es una ecuación infernal.

Los estudios indican que a mayor educación de los padres, mejor su situación económica y mayor énfasis y atención a la educación de sus hijos, con el éxito académico que ello conlleva. Y, por el contrario, a menor educación de los padres, menos holgada la situación económica y menos énfasis en el tema académico.

En pocas palabras, según la riqueza genera riqueza, la pobreza también genera pobreza.

Aquí, esto se complica todavía más porque, como sabemos, la inmensa mayoría de las escuelas públicas son un desastre, lo cual quiere decir que, por la incapacidad de darles una educación de calidad a los pobres, estamos condenándolos a seguir siendo pobres, perpetuando la desigualdad y cerrando la puerta a la movilidad social, una de las características que más distingue a las sociedades desarrolladas de las subdesarrolladas.

Ya saldrá un insensato reclamando ‘pero yo me crié pobre, estudié en la pública y llegué a ingeniero’ y otro ‘el hijo de mi doctor no pudo entrar a ninguna universidad’. Si es así, felicidades al primero y condolencias al segundo. Pero sépanlo ambos: ustedes son la excepción, no la regla. La pura verdad, lo que nadie puede negar por más que lo intente, es que en esto, como en tanto otro, los dados están cargados contra los pobres.

Ojalá, en fin, que caiga un rayo que nos abra el cráneo en dos y nos permita entender estas verdades universales para, al fin, comprender que no se puede esperar más por una reforma educativa que, mediante las ciencias y las artes, le ofrezca a esos miles de niños y niñas atascados en el pantano de la pobreza una oportunidad de romper la tela de araña infernal de la marginación, a ellos y, como consecuencia, a los que le siguen.

(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay)

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