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Bonita hasta que abre la boca

La vi una mañana en la que el tapón avanzaba a cuentagotas por la 165. Miré por mi espejito retrovisor al conductor del auto que iba justo detrás de mí y vi una boca abierta de par en par con los labios femeninos comprimidos hacia afuera, como si acabaran de chupar un limón.
Una mano de largas uñas pintadas se movía circularmente alrededor de la boca, recorriendo su circunferencia.
A los pocos segundos descifré el misterio: era una mujer que, al ver detenido su avance por el tapón, aprovechaba esos segundos que tenía disponibles para aplicarse el lápiz labial mientras se contemplaba en su propio espejito retrovisor.
Yo sólo podía ver la parte inferior de la cara -su propio espejito me bloqueaba la otra parte- pero, aún así, me pareció una de las mujeres más hermosas que yo había visto en mi vida. Por lo menos a esas horas y en el tapón de la 165.

Como es natural -no en vano me llaman Romeo Mareo- tuve ganas de ver cómo era el resto de ella. Mientras el tapón avanzaba y volvía a detenerse, alcancé a ver algo más de su rostro. En determinado momento, ella hubo de dejar de pintarse los labios y procedió a cepillarse la cabellera, que era larga, sedosa y brillosa como las que aparecen en los anuncios de la tele.
Pero yo todavía quise ver más. Cuando el río del tránsito al fin comenzó a fluir, mantuve una marcha lenta, en un esfuerzo por retenerla a ella detrás, lo cual me permitiría seguir descubriendo el resto de sus encantos.
Pero sucedió lo inevitable: ella se impacientó, cortó por el carril contiguo, y me pasó por el lado a una velocidad tal que ni siquiera atiné a verle la cara completa.
Sí creí ver algo inesperado: una sonrisa de perfil. ¿Iba dirigida a mí, en pleno ‘flirteo’ automovilístico, o era que ella iba escuchando el programa de El Gángster en la radio?
Yo tenía que descubrirlo.

Aceleré también. Estuvimos así un par de luces. A la tercera, ella volteó hacia la izquierda, en dirección a la autopista. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo debía tomar una decisión, y pronto. La tomé: al diablo con el trabajo esa mañana. Después de todo, hacía ya bastante tiempo que yo no faltaba ni llegaba tarde, y no quería crearle falsas expectativas a mis jefes.
La persecusión terminó cuando ella introdujo su carro en el carril de espera de un restaurante de comida rápida especializado en pollos, pero que a esa hora ofrecía varios desayunos también.
Introduje mi carro detrás del suyo. A la larga ella rodó su vehículo hasta ubicarse junto a la bocina del servicarro, donde entonces tuvo que repetir dos o tres veces su orden con tal de que le entendieran lo que estaba pidiendo.
La última parte, a grito limpio, me llegó a los oídos. “¡Y unas papitas! ¡Que unas papitas! ¡PAPITAAAAAS!”, berreó la bella muchacha, aleteando furiosamente la melena.

¿Qué les puedo decir? Sonaba como un chihuahua tratando de imitar a Whitney Houston. Es decir, no muy romántico que digamos. Por muy peinada y maquillada que estuviera.
Por suerte no había otro carro haciendo turno detrás del mío. Pude ejecutar entonces lo que los militares llaman una retirada estratégica. Me alejé de allí a toda velocidad, pero maquinando ya la excusa barata que habría de decirle a mi supervisor inmediato.
La historia tuvo un final feliz, sin embargo: a las pocas cuadras me detuvo una patrulla de la Guaynabo City Police y una hermosa agente de voz melodiosa no tan solo me inculcó la multa, sino que me despojó de la licencia, dándome instrucciones para que el día siguiente fuera a recogerla a su cuartel.
“¿A usted o la licencia?”, le pregunté con mi mejor sonrisa. Interpreté como una buena señal el que no me hubiera propinado un macanazo.

romeomareo2@gmail.com

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