Roommates
Nos conocimos hace tres semanas. Desde entonces, compartimos una misma casa. Al principio me aterraba la idea de tener que compartir un baño y una cocina con tres varones que me eran desconocidos. Ahora puedo decir que son mis roommates.
Debido a los altísimos costos de alquiler en Londres y mi reducido presupuesto para financiar mi estadía, subarrendé una habitación a través de un sitio en la web. No es la primera vez que utilizo este recurso. Desde hace unos años, se ha convertido en mi forma predilecta de buscar alojamiento. Esta vez, mi selección se basó en las fotos increíbles del apartamento y la conveniencia de su localización céntrica. Sin embargo, en la descripción del lugar se omitieron una serie detalles como, por ejemplo, que el espacio sería compartido entre cuatro personas.
Cuando llegué, me topé con dos ingleses y un francés. Como yo, se acababan de mudar al apartamento. Poco a poco, tanteamos el terreno. Resulta, que dos de ellos trabajan en el campo de las ciencias de la computación y el otro es estudiante de medicina. Los ingleses cocinan pasta con salsa de tomate y carne molida casi todos los días. El francés solo consume productos halal y fue campeón nacional de ajedrez cuando apenas tenía 11 años. Uno de los ingleses ha decidido comenzar una dieta saludable y me ha confesado que su madre aún le lava la ropa. El otro me ha dicho que se encuentra en una etapa de redescubrimiento espiritual. Según me contó, una mañana de domingo, descubrió que los humanos no son máquinas lógicas y que los sentimientos no son ecuaciones lógicas más complejas, como solía pensar. No fue hasta que me explicó la naturaleza de su trabajo que pude entender su antigua manera de percibir la humanidad. Él se dedica a escribir los algoritmos de uno de los programas que utiliza la bolsa de valores para determinar o predecir el comportamiento de los stock–brokers o corredores de bolsa. Sus padres provienen de Bangladesh, pero él nació en Londres. I have been there only once. And I was like 9 years old.
Soy la mayor del grupo. Hemos logrado compenetrarnos a través de la cocina. El francés rompió el hielo cuando nos preparó un bizcocho de chocolate. Yo le seguí el juego y planifiqué una cena. Les encantó el sabor que deja el sofrito. Me pidieron que volviera a cocinar y me preguntaron si sabía preparar comida mexicana. Qué ironía. Después de haber vivido allí un año.—pensé. A punta de ajo, cebolla, pimiento, cilantro y orégano, les ofrecí la versión boricua de la comida mexicana. Esa que se confecciona a base de los productos Old El Paso y aderezos que no existen en México, como el aclamado sour cream. De este modo, surgió nuestra dinámica de compañerismo. Una vez a la semana, yo cocino y ellos obsequian el vino.
Son millenials de verdad. De esos que desconocen el beeper y su adolescencia fue marcada por las redes sociales. Las conversaciones giran en torno a preguntas cuyo tono existencial varía de acuerdo al conteo de copas de vino que llevemos esa noche.
A pesar de que tienen personalidades muy distintas, los tres cuentan con una cosa en común: ninguno ha pisado el continente americano. Eso, y ahora el gusto por el sofrito.