Rompiendo el ayuno
Luego de habernos visto en su cumpleaños hace unos meses, en un karaoke en la 34, mi amiga musulmana me invitó para que la acompañara a la celebración del Ramadán.
Durante el camino en el subway, nos pusimos al día. Con mirada mustia, por el ayuno requerido en el período del Ramadán, me contó que había defendido su tesis doctoral y que aún estaba buscando trabajo.
Llegamos temprano al lugar: una universidad que provee el espacio para dicha celebración. Diviso alrededor de sesenta personas reunidas en el salón principal. En eso, un muchacho pasa con una bandeja colmada con dátiles cerca de nosotros y mi amiga me indica que tome uno, porque con ello era que se rompía el ayuno. Ya con el dátil rosándome los labios, el muchacho me revela efusivamente que aún no puedo comérmelo, que apenas faltan cuatro minutos más para poder romper el ayuno…
El ayuno del Ramadán exige que los musulmanes no consuman alimentos o bebidas, ni mantengan relaciones sexuales desde el alba hasta la puesta de sol, durante treinta días. Es una práctica religiosa que se remonta a los tiempos del profeta Mahoma. Según la tradición, las fechas en las que se celebra el Ramadán corresponden al tiempo sagrado en el que se revelaron las escrituras sagradas pertenecientes a las principales religiones monoteístas, el Islam, el Judaísmo y el Cristianismo. Por esta razón, durante el período del Ramadán, se recita de memoria el Corán.
Nos dirigimos al salón de oración. Sigo a mi amiga y me quito los zapatos. La multitud se acumula en el salón y yo me quedo en la parte de atrás. Todas las mujeres, cubiertas, se arrodillan para comenzar sus oraciones. Los hombres hacen lo mismo. Vislumbro una canasta con faldas y mantos, y decido ponerme uno para no llamar la atención, aunque nadie me obliga a hacerlo. Desde el fondo del salón, observo cómo las ocho filas de cuerpos arrodillados, se inclinan hacia delante y hacia atrás, siguiendo una voz que no entiendo, porque no sé árabe. Al cabo, de media hora, todos se levantan y nos dirigimos al otro salón donde nos espera la cena. Todos están hambrientos.
Nos ponemos los zapatos nuevamente y hacemos la fila para comer. Observo que hay voluntarios judíos sirviendo la comida. A un lado, se ofrece comida halal y al otro, kosher. Allí, nos encontramos con otra amiga y ellas comienzan a hablar de las pocas veces que han roto el ayuno durante las dos semanas que llevan practicándolo. Una se había comido un sorbet de limón y la otra, un chocolate sirio, que su madre, siria, había preparado. Las contemplo y observo en su mirada cierta vergüenza cargada de cinismo.
Les pregunto que cómo se conocieron. Me cuentan que todo comenzó cuando apenas cursaban el bachillerato en la Florida. Ambas estaban en la biblioteca y una buscó a la otra, porque ambas se cubrían con el hijab. Según la anécdota, mi amiga en aquel entonces se cubría también la boca y la nariz, por lo cual, la otra pensó que era extremista. Luego de varios minutos, se hicieron amigas para siempre. Mi amiga no era extremista, me explicó. Ella sólo se cubría porque quería enfocarse más en los estudios y porque en ese momento se sentía cómoda al hacerlo. Me confiesa, entre risas, que le resultaba difícil comer, que siempre tenía el velo manchado con salsas o rastros de comida.
Luego hubo una pausa. En eso me mira y me dice que ahora, pensando en retrospectiva, no se imagina cómo sería portar ese segundo velo sobre su rostro en la universidad. No sabe cuáles serían las consecuencias. Sospecha que no serían buenas, o como menos, sospecha que hoy sería incomprendida.