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París

Por la ventana del taxi se asoma una ciudad distinta. Es una ciudad de la que muchos han escrito. Desde canciones, poemas, cuentos y novelas, hasta guiones de películas en blanco y negro. Es una ciudad donde el cliché cobra sentido y todas las ilusiones o expectativas aprendidas se materializan. Así es París; un suspiro sobre algo que es viejo pero que parece siempre nuevo.

No puedo evitar caer bajo el estereotipo de todos aquellos que se emocionan y derraman sus palabras al verla o imaginarla. París encarna un encanto enigmático: uno no sabe si el embeleso proviene de la ciudad en sí misma o de todas las palabras e imágenes que han emergido de ella. O una mezcla de ambas.

El taxi avanza. Es temprano en la mañana y todos los escaparates de las tiendas felicitan a los transeúntes por la navidad y el año nuevo. Joyeux Noël! y Bonne Année! son algunas de las frases que cubren las vitrinas. Pocas personas cruzan la calle cargando con libras de pan o baguettes. El cielo está nublado mientras yo sólo pienso en lo perfecto que me parece este pedazo del mundo. Aquí donde la nostalgia y la ilusión de lo imprevisto se intersecan.

Mi embelesamiento se ve interrumpido por los cambios de velocidad abruptos del taxista. Hace rato que viene hablando solo y subiendo intermitentemente el volumen de la radio. Con mi francés oxidado de la UPR, trato de ponerle conversación para que se distraiga de su monólogo y así sentirme más tranquila. Los cambios de carril escabrosos se incrementan hasta que otro vehículo le intenta hacer un corte de pastelillo.

En un abrir y cerrar de ojos, desde el volante, el taxista comienza a discutir con el conductor del otro carro. Me mira y habla buscando complicidad. Insiste a gritos en que él tenía el derecho de cruzarse de carril. El otro carro nos toca bocina. Yo me pongo un tanto nerviosa. Avanzamos dos cuadras más.

Para mi sorpresa, observé que el otro conductor nos venía siguiendo. Al parecer, él también pensaba que tenía la razón. Se baja del vehículo en medio de la carretera y se acerca al nuestro. Me percato de que es mucho más alto que el taxista. Viene directo a golpear nuestro cristal y en eso veo que el taxista pone los seguros del vehículo y saca algo que parece un bolígrafo sin su capuchón. Se amenazan mutuamente. El que está afuera le muestra los puños mientras que mi conductor pega al cristal con el bolígrafo intentando mostrar su arma blanca en el conflicto. Se gritan frases soeces que no entiendo en su totalidad. Los decibeles aumentan y al cabo de dos o tres minutos, que me parecieron una eternidad, cada quién retoma su rumbo.

Recupero la calma. Aunque no le quepa una palabra más a la ciudad de París, el pequeño exabrupto la tiñó con otros matices. Esos son los bemoles que interrumpen su cliché y despintan su fachada de ciudad perfecta. Como en los amores, ahí es cuando se puede perder la cabeza.

 

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