Mirando hacia atrás
A las seis y treinta de la mañana, tomo un tren desde la estación de Poroy, en Cusco, para llegar al pueblo de Aguas Calientes donde se encuentran las ruinas del Machu Picchu. El vagón está plagado de turistas de casi todas partes del mundo, argentinos, españoles, brasileños, italianos y checos, entre otros. Nos avisan que el recorrido será de tres horas y media y yo me desespero un poco. Tengo hambre y sueño. Dormito durante unos cuarenta minutos y me despierto con el paso del carrito de los snacks de cortesía. La empleada me ofrece café y algo que parece una galleta a base de maíz para el desayuno. Apenas son las ocho de la mañana.
Sé que todavía queda mitad del trayecto y me noto impaciente. “Si tienen pisco sour, me doy uno”—pienso como el que desea sin contemplar un escenario real de lo que desea. Miro a mi amiga italiana que está sentada dos asientos detrás de mí y le hago señas. Le comunico mi deseo y ella me mira con ojos de complicidad. En efecto, tenían piscos disponibles. Así que brindamos en el vagón, observando el paisaje silvestre filtrado por las ventanas de cristal.
Para mi sorpresa, no éramos las únicas consumiendo bebidas alcohólicas en la mañana. Escucho unos gritos provenientes de la cuarta fila de asientos detrás de nosotras. Me volteo y me percato que los checos han sacado su propia botella de pisco y se lo sirven en vasos de shot. Me río.
Al cabo de dos horas, finalmente llegamos al pueblo de Aguas Calientes. Allí tomamos una guagua para llegar a la cima de la montaña donde se encuentran las ruinas. Durante los veinte minutos que toma el trayecto, experimento un vahído producido por el pisco, el estómago medio vacío pero sobretodo, por las curvas y la estrechez del camino. Observo el precipicio. Los giros repentinos que da la guagua me ponen nerviosa. Parece que la guagua baila con la montaña en una especie de danza mortal.
Una vez en las ruinas, la piel se me pone de gallina. La majestuosidad, imponencia, extensión y la calidad del diseño arquitectónico de la ciudadela andina me evaporan el aliento a la vez que ahogan las palabras que busco para describir y precisar mi experiencia en el lugar. Me desplazo por el santuario, observo las ruinas de los templos, las casas y los terrenos destinados a la agricultura que, organizadas de forma escalonada, cercan la extensión de la ciudadela. Finalmente, luego de varias horas, tomamos el tren de regreso.
De camino al hostal, un taxista me cuenta que en Cusco las escuelas imparten una educación bilingüe en quechua (lengua andina) y en español. El quechua se utiliza mayormente en ambientes familiares o en el trato coloquial con amigos o personas de edad avanzada, mientras que el español se emplea principalmente en el ámbito profesional. Al escuchar al taxista, me doy cuenta de que el español es probablemente su segunda lengua puesto que articula ciertas frases con una sintaxis extraña. Además, en ocasiones, parece no entender la totalidad del contenido de nuestra conversación.
Una peculiaridad del quechua es el modo en que registra el paso del tiempo. O más bien, el modo en que el individuo se localiza a sí mismo dentro de la cronología temporal. Es decir, los hablantes de lenguas romances (español, francés, italiano, portugués, etc.) o lenguas germánicas (inglés, alemán, etc.) visualizamos nuestra posición en el tiempo a través de un diagrama simple: uno mira hacia el futuro. El pasado es todo aquello que dejamos atrás mientras que el futuro es el porvenir, lo que tenemos delante. Sin embargo, en la lengua quechua la representación es inversa. El individuo mira hacia el pasado porque es lo que conoce, lo que ha visto y vivido. Siguiendo la misma lógica, el futuro se representa a las espaldas del sujeto, detrás de él, porque es precisamente lo que aún no ha visto, lo desconocido, lo inexplorado.
No puedo precisar las consecuencias de esta lógica lingüística particular sin embargo imagino que quizás ello influencia el modo en que los cusqueños se relacionan con sus ruinas incaicas. Ellos se refieren a ellas como un espacio que pertenece al presente. Nosotros, por el contrario, a pesar de presenciarlo en el presente, en el ahora, lo percibimos como una ruina que pertenece a un pasado que dejamos atrás.
Según los peruanos, el historiador norteamericano Hiram Bingham no fue el primero en descubrir las ruinas del Machu Picchu. “Eso siempre se supo que estaba allí”—me dice mi amiga peruana. “Lo que pasa es que él fue el primero en divulgarlo a la comunidad internacional”—añade.
Claro que el Machu Picchu siempre ha estado allí. Sin embargo, quizás los cusqueños siempre lo supieron, no porque haya sido una información transmitida de generación en generación sino por su misma conceptualización del espacio temporal. Mientras que para nosotros el Machu Picchu es obra del pasado, para ellos es una mezcla del pasado y el presente. Es hacia donde miran, lo que conocen. No es el futuro que se esconde a sus espaldas.