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Contando minutos

Voy tarde. Está lloviendo. Pero es una lluvia extraña que cae sin fuerza, como si las nubes escupieran por varias horas. Saco el teléfono y confirmo mi ruta en la aplicación NYC mate. Se supone que llegar a mi destino me tome unos 32 minutos. Me monto en el subway confiada en que voy a tiempo. Luego de dos paradas, el tren se detiene en medio del túnel. Siempre que me pasa eso, me inunda un temor aprendido de las películas. Anticipo lo peor: que otro tren chocará con el mío o alguna otra fatalidad de ese tipo. Me tranquilizo leyendo un libro que cargo para el recorrido y escuchando música. El tren no se mueve. Pasan diez minutos.Voy tarde.

Me quito los audífonos y escucho por los altoparlantes del vagón que estamos retrasados porque un pasajero del tren que se encontraba justo delante del nuestro, se ha enfermado: ladies and gentlemen we are being delayed because a passenger got ill from the train ahead and they are waiting for medical support. “Lo que me faltaba”—me digo. En estos casos, no se puede hacer nada. Miro por las ventanillas y todo está oscuro. No hay forma de salir, hay que esperar.

La tensión escala dentro del vagón. La gente comienza a impacientarse. Las conversaciones entre los amigos se agotan y el vagabundo que pide dinero se ve obligado a repetir su parlamento unas cuantas veces hasta que decide cambiarse de vagón por las puertas de emergencia. Hay quien saca la merienda o pica alguna comida que tenía reservada para cuando llegara a su casa. En fin, todos asumimos el hecho de que estamos encerrados indefinidamente en el vagón. Esperamos con ansia a que la voz omnisciente nos actualice la situación. Pasan veinte minutos más.

El tren comienza a moverse. El alivio colectivo es perceptible. Todavía tengo tiempo—pienso. Llegaré quizás diez minutos tarde, pero llego. Elaboro mi plan: “Me bajo en la 96 ST y tomo el tren expreso para llegar a la 42 ST y de ahí tomo el próximo tren o un taxi para llegar al Lower East Side”.

No contaba con que en la 96 toda la situación se complicaría aún más. Después de ser engañada por los estimados de tiempo proyectados en las pantallas de la estación, al parecer, hubo otro incidente que provocó el cierre de la vía expreso. “Qué hago, qué hago. Un taxi desde aquí me va a salir en un ojo de la cara”. Veo a unos trabajadores con linternas, que se bajaron de mi tren, internarse en la oscuridad del túnel. Llega el tren expreso. Le pregunto al conductor si está funcionando la vía expreso y me dice que sí. Me monto nuevamente. A los dos minutos me doy cuenta que el tren está corriendo local.

La MTA (Metropolitan Transportation Authority) es siempre muy misteriosa. Uno nunca sabe bien si el tren se retrasó porque alguien se lanzó a las vías o qué le pasó a la persona que se enfermó. Tampoco sabe uno si un tren se descarriló. Esa información es solo accesible al salir del pequeño mundo subterráneo que controla dicha empresa. Y cuidao’. A veces uno nunca se entera.

La cosa es que salgo de la estación. Me sigue perturbando la llovizna. Tampoco llevo paraguas. Intento pedir un Uber porque los taxis amarillos suelen ser el doble de costosos. Fracaso en el intento. La aplicación en mi teléfono no funciona. Me tiro a la avenida, alzo la mano a ver si un taxi amarillo me saca de la situación. Con miedo de perder mucho más dinero del que había presupuestado, me recoge uno de esos taxis. Le doy la dirección de mi destino y el taxista nota que tengo la voz entrecortada. Entre la presión del trabajo, el hecho de que voy tardísimo y unas dos o tres cosas más, me desespero frente a él. Él no sabe dónde queda ese lugar. No aparece en el Waze o en Googlemaps. Encima, pienso que la jugada me saldrá carísima.

El taxista me mira y me dice: Don’t worry mamita, I’m gonna get you there as fast as I can.

Y así fue. Cómo los ángeles, voló el taxista de evidente raíz caribeña, dominicano, quien de paso salvó mi día.

 

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