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Fuga bag

Hace unos días que descubrí por primera vez la necesidad de trazar un “plan de emergencia”.

En una fiesta improvisada en mi casa, tres amigos puertorriqueños me preguntaron que si ya había delineado mi estrategia para protegerme en caso de un ataque nuclear.

La pregunta me tomó desprevenida.

Andaba distraída con todas las responsabilidades laborales y desconectada del caldeado panorama internacional de la política exterior. Sabía sobre el bombardeo estadounidense en Siria y Afganistán. Sin embargo, no había leído las amenazas de Corea del Norte en cuanto al uso de armas nucleares en un posible ataque contra Estados Unidos.

“Entonces, ¿cuál es el plan?, ¿qué es lo que ustedes han pensado?”—les pregunté.

La contestación resultó ser más aterradora que la pregunta. Uno me contó que se escondería en un sótano con vastos suministros de agua, no sólo para beberla sino para limpiarse de los efectos de la radiación. Me incliné más hacia el segundo plan, el de mi amiga que solía ser mi roommate. Según ella, luego de 24 horas nos encontraríamos frente a un supermercado, conocido por ambas, en la avenida Broadway. De allí caminaríamos hacia el norte hasta llegar a Canadá. Al escucharlos, por un segundo pensé que estaban bromeando.

Pero no. Ellos hablaban seria y detalladamente sobre sus planes. Incluso, me contaron de planes diseñados por otros amigos puertorriqueños que también viven en la ciudad de Nueva York. Hay un grupo que ha establecido otro punto de encuentro con miras de trasladarse a New Jersey a través del túnel que conecta ambos estados. Al ver que aún yo no daba crédito del contenido de la conversación, una de ellos me comentó que es parte del comité de seguridad en su trabajo y que desde que Trump ganó las elecciones, el comité pasó de reunirse una vez al mes, a una vez por semana. Me contó que dicho comité ha elaborado un plan que cuenta con diversas herramientas de protección: desde botiquines de primeros auxilios hasta indumentaria para repeler los efectos de la radiación.

Resignada a contemplar la posibilidad de un escenario apocalíptico, decidí tomar cartas en el asunto. Si el objetivo era llegar a Canadá, había que trazar la ruta más apropiada. Si queríamos cruzar la frontera entonces había que tener el pasaporte de manera accesible en todo momento. Si el curso del mundo está liderado por individuos gritones enfrascados en una competencia de poder, entonces ya no me resulta descabellado pensar en estas cosas. Planificar lo imposible.

Saqué el celular y calculé las distancias entre la ciudad de Nueva York y Montréal, a pie y en carro. Decidimos que la ruta debía estar alejada de cualquier aeropuerto o estación de tren. Que quizás pediríamos pon en el camino, que la una nunca se separaría de la otra y que esa era la única forma de sobrevivir un evento de tal naturaleza.

En la búsqueda de más información al respecto para fortalecer nuestro plan, me topé con una página auspiciada por el departamento de Homeland Security de los Estados Unidos (www. ready.gov/nuclear blast). Allí se encuentran todo tipo de directrices y recomendaciones. Desde esconderse en un sótano por un mes, quitarse la ropa y ponerla en una bolsa de plástico, hasta lavarse el cabello sin utilizar acondicionador para evitar que los restos de radiación se queden en el cuerpo.

Claro que, todo suena exagerado. Predecir este tipo de desenlaces raya en el delirio. Luego de digerir toda la conversación busqué un precedente vivido. No encontré ninguno porque apenas tenía nueve meses cuando culminó la guerra fría. La crisis de los misiles del 62’ era parte del repertorio de las muchas historias que mi padre me solía contar cuando intentaba educarme en asuntos mundiales. Sin embargo, yo no viví eso. Por eso se me escapan las palabras para describir, medir o catalogar este sentimiento de vacío y absoluta desconfianza en el porvenir.

Entonces recordé otra de las lecciones de mi padre que me inculcó durante la adolescencia. En aquel entonces, él me aconsejaba que en la vida siempre había que tener un fuga bag. Es decir, un bulto pequeño cargado con lo necesario para sobrevivir: una o dos piezas de ropa interior, un cambio de ropa y un billete de veinte dólares para cualquier eventualidad.

Hace más de diez años la idea me parecía insólita. Hoy, es un plan de emergencia.

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