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En el Yankee Stadium

Nunca había asistido a un partido de béisbol.

Mi única experiencia con algo parecido a un juego de pelota proviene de mi niñez cuando solía jugarlo en la explanada del Morro, como parte del horario extendido del Colegio de Párvulos. El encargado de vigilarnos, el maestro de inglés, nos dividía en dos grupos. Me apuntaba con el equipo que dirigía míster Montalvo porque por alguna razón siempre ganábamos. El otro equipo reclamaba que hacíamos trampa. Yo, lo sospechaba también. No me destacaba en los deportes y, sin embargo, completaba carreras y todos los de mi equipo aplaudían. No contábamos con bates, pelotas o guantes. La pelota era fabricaba por el maestro con masking tape y algún material pesado. Sustituíamos el bate con cualquier rama suelta que encontráramos en la grama, cuando todavía quedaban algunos árboles en el Morro. El sol pegaba sin reservas y la brisa de mar nos secaba el sudor mientras la adrenalina se apoderaba de nosotros. Esos fueron mis años de contacto con el “béisbol” que culminaron prematuramente cuando cumplí 10 años y me cambiaron de escuela.

Hace cuatro días, una prima de la vida, de esas que pertenecen a la familia escogida, vino de visita a Nueva York y me invitó a un partido de pelota en el Yankee Stadium. Jugaban los Yankees contra los Boston Red Sox. Como primera lección, Adriana me explicó las rivalidades entre ambos equipos. Y me dijo además que, en la “casa” de los  Yankees, ella le iba a los Red Sox. 

El partido está atestado de fanáticos de los Yankees. Me impresiono al ver tan de cerca el montículo del lanzador, el home y la vasta extensión del campo de juego. Me siento rara. A mi prima le tiemblan las rodillas, grita a favor del equipo visitante, me sugiere que grite también, que “Big Papi” está bateando y que es el mejor de todos. Me muestra sus manos hinchadas de tanto aplaudir y me incita para que aplauda. Miro el marcador y estamos a punto de un empate. Los Red Sox tienen posibilidad de ganarle a los Yankees en su propia casa…

Me fijo en las pantallas inmensas que proyectan la imagen de diferentes espectadores. Uno de esos tiros de cámara muestra una situación romántica. Se trata de una pareja vestida con camisetas de los Yankees. Como en las películas, él le pide matrimonio a ella frente a todos nosotros. Saca la cajita con el anillo y cuando intenta arrodillarse, ¡¡el anillo se le cae entre una multitud de varios miles de personas!! Se forma un revuelo. Vamos por la sexta entrada.

Me quedo pensando en lo inverosímil que me pareció esa escena hasta que los gritos de Adriana me sacan del ensimismamiento. Me dice, molesta, que al lanzador hay que sacarlo ya, que está cansado y que eso lo sabe todo el mundo. Los Yankees llevan la delantera. Me como un hot dog, que intuyo lamentaré al día siguiente, mientras observo la multitud frenética en su apoyo al equipo de preferencia.

Evoco a mi pequeño y humilde equipo del Colegio de Párvulos, en el Viejo San Juan. Me vi en la improvisada primera base en el Morro. Y de pronto esa añoranza logra que me identifique con esa multitud que me resultaba ajena. Recupero la esencia del juego. Esa de querer ganar aunque se sepa que todo está perdido.

Los Yankees ganaron…

El anillo apareció. Lo supimos por la ola de gritos que recorrió el estado. He found it! He found the ring!

 

 

 

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