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El encuentro inesperado

Desde niña nunca me he destacado en los deportes. Le tenía terror a la clase de educación física. En la escuela superior un maestro me dijo: “Tú no tienes aptitud física pero sí tienes actitud. Y eso es lo más importante”. Sin reparo, acepté esa sentencia.

Ahora, batallando con la llegada de los treinta y desde el último bastión de mi segunda década, he tenido que rendir armas. “No hay trinchera que valga. Tengo que hacer ejercicio”—pensé.

Todos, alguna vez, experimentamos la epifanía de llevar un estilo de vida saludable. Dependiendo de la fuerza de voluntad, hay quienes toman la decisión y se mantienen firmes. Hay otros que toman la misma decisión, varias veces, por períodos efímeros o intermitentes. Yo pertenezco a ese segundo grupo.

No es la primera vez que hago el papelón de inscribirme en un gimnasio, comprarme el atuendo necesario y dejar de un lado ciertos alimentos  “porque tienen muchos carbohidratos”. Y aunque arranco bien suelo desanimarme por el camino.

Con una buena actitud regresé al gimnasio de la universidad al que tengo acceso gratuitamente. Los primeros días fueron muy satisfactorios. Sin embargo, al cabo de una semana me crucé con alguien inesperado. Vi a un individuo confundido que al parecer no entendía que tenía que apresurarse y apuntarse en la lista para utilizar las trotadoras. Yo venía impaciente y con prisa. Él estaba de espaldas. Sin pensarlo, agarré abruptamente una de las listas para apuntarme. Él se volteó para ver quién había sido la persona que no pudo esperar amablemente.

Nuestros rostros se encontraron durante el segundo más largo de mi vida. La persona en cuestión es mi director de tesis.

“¡No puede ser!”—pensé. Se me salió una palabrota en español que por suerte él no entendió e interpretó como un cálido saludo. Hacía más de tres meses que no nos veíamos y durante ese tiempo solo mediaron cinco correos electrónicos. “Oh, Cecilia, you are back! It’s great to see you again…”

Se me trabó la lengua. No solo estaba completamente avergonzada de mi comportamiento, sino que también me impresionó su figura endeble. Es diez años mayor que yo. No podía dejar de fijarme en sus brazos y piernas flacuchas y en su atuendo ridículo que seguramente era el mismo que utilizaba cuando cursaba la escuela graduada. Entonces, también me sentí consciente de mi presencia. Andaba con todas las greñas alborotadas, ojos trasnochados y algún atuendo que había sacado precipitadamente en la mañana.

Fuimos parte de una escena incómoda en la que cada quién reveló un alto grado de vulnerabilidad. Por mi parte, no podía dejar de pensar en que ese individuo es el mismo que me crucifica la tesis con sus correcciones, al que le tengo terror y me quita el sueño la noche antes de alguna reunión pautada y del que a veces me escondo para evitar tener que interactuar porque sé que le debo algún trabajo o documento. En mi cabeza él es la encarnación del poder y la fuerza.

Hablamos brevemente. Yo balbuceé un par de frases y nos despedimos. Unos días después coincidimos en una conferencia. Él llegó tarde y solo nos vimos con el rabo del ojo.

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