El blizzard
Llegué a la ciudad de Nueva York con un blizzard pisándome los talones.
Las bajas temperaturas, entre los 13° y 25° Fahrenheit, dificultan mi proceso de readaptación. Los medios de comunicación local no hablan más que del blizzard que se acerca a paso firme y ligero. Recibo correos electrónicos de la universidad que insisten en que tomemos las precauciones necesarias para evitar accidentes o daños mayores. Heavy snow, strong winds, hazardous travel conditions son algunos de los términos que saturan el protocolo. Los pronósticos indican que dentro de las próximas doce horas estaremos sumergidos en más de veinte pulgadas de nieve. Es decir, una cantidad de nieve que me cubriría hasta las rodillas.
Una pareja de mis amistades de Puerto Rico está de visita en la ciudad y quedándose en casa.
Y como si la borrasca se tratase de un huracán caribeño improvisamos una fiesta. Él cocina mientras ella y yo nos ponemos al día. Al ritmo de varias copas de vino, con una nevera llena de munchies para el día siguiente, pasamos la víspera de la tormenta de nieve. En calma, sin desasosiego.
Los vientos comienzan a sentirse.
Al cabo de varias horas, nos enfrentamos a ese cierto vacío que producen los eventos climatológicos. Hacía mucho frío pero los vientos habían cesado. Nos acostamos a dormir sin ver caer la nieve.
Al día siguiente salí a la calle. Los carros están cubiertos de nieve hasta la mitad. Los copos me rosan la cara como si fueran talco para bebés. Miro al suelo y observo las huellas que dejaron otros. Intento caminar sobre ellas para evitar resbalarme. El paisaje monocromático me desconcierta aunque, poco a poco, he aprendido a reconocer los diferentes matices del blanco. La mirada se me pierde en la blancura del panorama y recuerdo las enseñanzas de mis maestros de arte en la escuela superior. Insistían en que el blanco era la ausencia de color y que, por ello, no era un color en sí mismo. Sí es un color—pienso. Estaban equivocados.
Es poco el movimiento en las calles. La ciudad parece estar adormecida.
Regreso a mi casa. Me libero de las varias capas de ropas mojadas. Le cuento a mis amigos sobre el paisaje blanco que les espera afuera. Les hablo de los rastros que dejó la tormenta de nieve. Les describo las tonalidades del blanco, la suave textura de la nieve. Les digo sobre el frío que te abraza y a la vez te rechaza por ser tan áspero como sutil.
Ellos me miran y se ríen. Unánimemente decidimos quedarnos en la casa durante el resto del día. El evento por el que viajaron había sido cancelado debido al mal tiempo.
Así pasamos el resto de la tormenta, sin más que una buena conversación y compañía. Esa es la mejor receta para estos climas.