De los caníbales
Sus dedos callosos y cubiertos completamente por curitas, unas más viejas que otras, mezclan la carne que será relleno de los tacos que acabo de ordenar. Me sorprendo ante las manos de Doña Elvira, quien deberá estar picando los 60 años de edad. Observo la variedad de carnes que se amontonan como cordillera de volcanes en la plancha del tamaño de una pizarra. El aceite de maíz se materializa en el humo y sonido que emana de esos volcanes.
Sin miedo al calor o posibles accidentes, una de sus manos toca la carne mientras la otra destruye los montoncitos de carne con un cuchillo que parece hacha. Imagino el cerdo que se convirtió en montes compuestos de buche, cachete, lengua, médula, tripas, suadero, espinazo y pierna. La parte por el todo. No me deja de maravillar la audacia y técnica de Doña Elvira, la única encargada de la plancha en la famosa taquería de la plaza de toros, donde la gente come tacos de pie, pisados con Coca-Cola o cerveza.
Me mira y sospecha que no soy de México. Me pregunta la cantidad de picante que debe añadir a los tacos rellenos de moronga que ordené. Le digo que que me eche de la salsa que no pica tanto. Ella sonríe con menos dientes que curitas en sus dedos.
La moronga no es igual que la morcilla de Guavate. Es parecida, sin embargo, su color es más bermejo y el arroz con que se rellena tiene diferente textura. Además, la moronga no es acompañante ni aperitivo de algún plato, sino la protagonista del taco en sí. Me comí tres. Pequeña cuota en comparación con las otras personas que allí ordenaban tacos de siete en siete.
Las repercusiones de mi decisión gastronómica, de haber pedido moronga en vez de pollo o pierna, fueron inmediatas. Entonces no puedo dejar de pensar en los dedos de Doña Elvira llenos de curitas. Me asalta la duda. Me pregunto si quedará piel bajo sus curitas y si por casualidad, habré comido y digerido algún retazo de ella.