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De amores sabrosos

Ya se me agotó el cargamento de mallorcas Pepín que traje en la maleta. También las latas de salchichas Carmela. Experimento desasosiego.

El arroz con salchichas y las mallorcas me sedujeron desde pequeña. El gusto por las mallorcas vino con mi madre. Siempre fue tradición nuestra comerlas en los desayunos de los domingos. El arroz con salchichas apareció después, en la pre-adolescencia. En el comedor escolar, para ser exactos. Las señoras del comedor me servían doble porción. “A la nena de los cachetitos”, decían. En ese tiempo comuniqué mi predilección por ese platillo a mis familiares y algunas madres de mis amigos, quienes me complacían y cocinaban el amor de mis amores, el arroz con salchichas. La situación se complicó cuando el arroz con jamonilla Spam quiso ser mi amante. Otra vez, el comedor escolar. Allí ambos arroces competían por conquistar mi paladar. Mi padre, apoyando más este último, una vez me lo preparó pero le echó doble porción de polvo de achiote. El resultado fue un arroz con jamonilla color fosforescente que impresionaba visualmente. Eso me encantó. Sin embargo, en una segunda ocasión por poco quema la cocina. Allí culminó el coqueteo con el arroz con jamonilla.

Luego se avecinaron otros platillos, más gourmet y complicados. Entonces el arroz con salchichas quedó relegado a un tercer plano. Allí, donde uno guarda los recuerdos de la infancia o temprana adultez, como es mi caso. Las mallorcas también fueron suprimidas por intentar llevar una dieta baja en azúcares complejos y todas esas metas que uno se plantea para vivir una vida más sana.

Y como pasa muchas veces con las relaciones amorosas que son afectadas por el qué dirán, así me sucedió con estos dos platos. Dicha pasión puso en entredicho la exquisitez de mi paladar y mi sensibilidad culinaria.

Alguna vez leí que una de las formas más efectivas para el inmigrante poder conservar su cultura es a través de la comida: el sazón, el sofrito, las hierbas, las mezclas, los procesos de cocción. Además, esas instrucciones que nunca superan al paladar que degusta y declara: “no, a esto le hace falta un puñito de sal o un chispito de orégano”.

Nunca antes me había destacado por cocinar comida criolla. En México, sin embargo, he logrado perfeccionar mis destrezas a pesar de la ausencia de ingredientes esenciales como el “recao” y los sobrecitos de achiote.

Aquí he tenido éxito. Lo perciben como algo exótico. La última vez que preparé el arroz con salchichas noté cierta emoción de placer en los invitados al degustarlo. Un invitado se puso tan nervioso que se le cayó un plato servido al suelo. Lo mismo pasó con las mallorcas, ya fueran solo con mantequilla, rellenas de queso o con jamón, queso y huevo. Nadie podía identificar alguna analogía o referente mexicano de ambos platillos.

Claro que no los hay. Para mí, eso también es Puerto Rico.

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