Claudi
Claudi canta y toca la guitarra desde una tarima pequeña. Le acompañan un baterista chileno y un bajista israelita que se disfraza con una máscara de oso. Un puñado de fans le acompaña en la lírica de sus canciones y, por momentos, se ríe de sus chistes y disfruta de sus ocurrencias. Claudi es muy versátil. Muestra cólera tan fácil como tranquilidad, ternura como irreverencia. No es la primera vez que asisto a su espectáculo. Todos los jueves se presenta con su banda, Pinc Louds, en el café Naive.
Claudi también cuenta con otra audiencia más efímera y circunstancial. Siempre vestida con el mismo atuendo, un traje que exhibe un patrón de flores color rosa y magenta, su maquillaje impecable y una cabellera negra recortada al estilo bob, Claudi usa como escenario las estaciones del subway. Allí se integra al camino de los transeúntes que se bajan o suben a los trenes de la estación Delancey Street.
Me ha contado que, con el tiempo, se ha familiarizado con todo tipo de individuos con los que coincide en las estaciones del subway, desde los oficiales de la MTA hasta los vagabundos o homeless people. Su escenario subterráneo también le ha servido para establecer contactos con personas que luego le ofrecen contratos para cantar en eventos privados. El término apropiado para designar su performance en las estaciones del metro es el busking. Lo raro de este término es el fenómeno lingüístico que ejemplifica la integración de un vocablo castellano o romance (buscar) con el idioma inglés. Añadiéndole otro matiz al intercambio entre ambas lenguas, Claudi prefiere decir bosquear.
La voz de Claudi proviene de un lugar al que aún yo no he llegado. Sospecho que no soy la única. Pienso que, los otros que acuden a su performance los jueves en Brooklyn o le encuentran en la estación y le otorgan algún donativo, también agradecen ser llevados a ese lugar que solo su voz constituye. Nos hace evocar tanto nuestro pasado como nuestro presente al son de melodías alegres que se visten de melancolía o viceversa. Aquellos que me conocen saben que no soy una experta describiendo géneros musicales ni influencias rítmicas.
Hace veinte años que conozco a Claudi. Nos conocimos involuntariamente, como se conocen los hijos de los adultos que acuden a una misma fiesta. Siempre que le hablo sobre ese momento me confiesa que no lo recuerda. Le perdono. Son muchas las memorias que compartimos en Puerto Rico. Obras de teatro, viajes a otras partes del mundo, noches interminables en el Viejo San Juan y discusiones cuyo tono o contenido hoy quizás nos parece un tanto fútil. En algún momento yo solía llamarle por teléfono (cuando aún se estilaba la telefonía fija). También fuimos amantes del cigarrillo, el café Alto Grande y las galletas Milano, cuando yo solía vivir en Santa Rita y cursaba mi bachillerato.
Vi pasar a Claudi del vino al Frangelico y después al vino nuevamente, del whiskey al chichaíto, de los buenos días a los menos buenos. Escuché sus cantos a otros amores y desamores con diferente atuendo y en temperaturas del trópico. Es de esas personas que, cuando uno pasa revista, te asaltan sus memorias.
Nos reencontramos en la ciudad de Nueva York. Cómplices de pequeñas revoluciones pasadas y de confidencias, acabamos la conversación en un McDonald’s, a las seis de la mañana.
A pesar de los años, el frío y las diferencias contextuales, siempre suele transportarme a ese lugar al que solo los músicos te pueden llevar.