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Cada cosa a su tiempo

Poco antes de preparar el café mañanero me doy cuenta de que se me acabó la leche. Salgo a la calle y noto que los supermercados, las tiendas y la mayoría de los restaurantes están cerrados.

Me desespero, camino varios bloques y no consigo encontrar un lugar abierto. Me resigno y regreso a la casa donde me hospedo.

Es domingo en París.

Me tomo el café negro mientras pienso en las contradicciones de esta ciudad. Es una metrópoli que exhibe su modernidad en todas partes y ha estado a la vanguardia de la historia. Entre otras cosas, fueron los primeros europeos en rechazar el antiguo régimen y la sociedad estamental, decapitaron a sus reyes, separaron la iglesia del estado, se inventaron el método de la pasterización y erigieron la torre Eiffel.

Ciertamente, la lista es mucho más larga y compleja.

Sin embargo, París no sacrificó ciertas costumbres que no corresponden a los modelos económicos y sociales de ciudades como Nueva York. El ritmo es diferente. La gente acude al mercado con regularidad y compra los productos necesarios para consumir dentro de unos pocos días. Las neveras y los freezers no tienen la capacidad de almacenar compras excesivas. Como en otras ciudades europeas, los almuerzos y las cenas exigen su ritual. Primero la ensalada o primer plato, luego el plato principal, los quesos y el postre. La primera vez que me senté a cenar con unos franceses hice el papelón de servirme un plato con todo a la vez. Como si estuviera en el comedor escolar o en la fonda de la esquina, quise mezclar el pan y el queso con la carne y las papas majadas… Ahí fue cuando me explicaron que aquí se sigue un orden para los alimentos.

Y es que de eso se trata, de entender que existen procesos para las cosas.

En un mundo marcado por los latidos de la industrialización y la extrema productividad, la aceleración del ritmo para “aprovechar” el tiempo nos ha vedado la posibilidad de detenernos y considerar los procesos como parte fundamental de cada acción. Por el contrario, siempre buscamos el atajo para saltar procedimientos.

Con el vertiginoso desarrollo de la tecnología, los “millenials” nacimos en los albores de la filosofía de  “ahorrar” tiempo. La internet ha sido la madrina de dicho estilo de vida. En mi caso, prefiero hacer mis compras online para evitar tener que montarme en un subway e ir a una tienda o supermercado. Prefiero enviar e-mails o mensajes de texto antes que ponerme a escribir una postal de cumpleaños y llevarla al correo. Evito las llamadas telefónicas y pago todas mis cuentas por internet. Por lo general no compro piezas de ropa que requieran ser lavadas a mano y espero a que las películas salgan del cine para verlas en mi computadora. No me siento a leer el periódico porque opto leerlo en pequeños intervalos de tiempo durante el día. Es una vida on the go, porque “nunca hay tiempo”. Claro que no soy la única. La mayoría vivimos atrapados en ese ritmo atropellado.

Mi estadía en esta ciudad me ha permitido desacelerar el ritmo. No es que trabaje menos, sino que cada cosa tiene su tiempo. La rapidez no significa mayor productividad. La inmediatez tampoco implica mejor calidad de vida.

Así es París. Una ciudad moderna revestida con los modos del pasado.

 

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