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¡Qué bueno es estar vivo!

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La olla roja

Durante esta temporada, nunca falla: a Toño, mi querido y malhumorado amigo, le florece el “Síndrome Grinchesco”. O sea, le estresa y le fastidia todo lo que tenga que ver con la Navidad. No entiende (ni le interesa entender) el significado del Árbol de Navidad, la estrella, los pesebres, ni tanto despliegue de lucecitas tintineantes en todas partes.

Le asquea la figura del “viejo gordo, pipón y barbú, que se ríe con el ‘jojojóoooo’”.

Rechaza el revuelo que causan en nuestro hogar las figuras de “tres supuestos magos” que corren distancias para conocer a un recién nacido un pesebre al portal de Belén. “Si eso supuestamente sucedió hace tantos siglos, ¿Por qué se sigue hablando de eso? Es noticia vieja”, me dice con el firme propósito de enervarme la sangre.

Como lleva tantos años cantando la misma letanía, ya lo ignoro. Hasta le agradezco su intolerancia. Me ha permitido desarrollar la paciencia. Tal vez por eso añadió una crítica nueva para este periodo navideño: los soldados voluntarios del Ejército de Salvación.

Así que esta semana me tocó escuchar las quejas sobre los campanazos de “los de la olla roja que se ponen chalecos rojos y piden limosnas en los puntos donde las Girl Scouts (con chalecos verdes) venden galletitas”.

Toleré uno o dos minutos de sandeces, y cuando decidí no escucharle más graznidos, hice lo que nuestras madres hacían para llamarle la atención a los muchachos incordios: esa “última advertencia” llamándolo por su doble nombre y dos apellidos.

“Mira Ángel Antonio Pérez-Serás… ¡Perecerás si no te tranquilizas! Dejas de criticar y de hablar despectivamente de los soldados voluntarios del Ejército de Salvación ahora mismo porque estás al frente de una. No te paré el caballito antes, para ver hasta donde llegabas con la soga suelta. Y confirmé que te esmandas. Recógete a buen vivir, ¡o no lo cuentas!”

Después de esa arenga, bajé el diapasón, sin dejar de machacar.

Le conté que no era una broma como las que acostumbro a hacer. Le dije que me vestí de voluntaria en la época en que las mujeres usaban un uniforme blanco – por cierto, muy feo-, calzaban unas botitas más feas que la ropa; y una especie de cofia, más feíta que la ropa y las botitas juntas.

Le narré y hasta le dramaticé el espectáculo de la gente que me ignoraba para no darme dinero, y la hipocresía de los que me reconocían, y me volteaban la cara, aparentando no haberme visto. Le confesé que en más de una ocasión me insultaron y me dijeron que éramos una pandilla de atorrantes disfrazados de monjitas de la Caridad, y que nos embolsillábamos las “limosnas”.

La misión del Ejército de Salvación, es predicar el Evangelio de Cristo Jesús y tratar de cubrir las necesidades humanas en su nombre, sin discriminación alguna.

Para cerrar, le dije que se dejara de toñerías porque la semana antes había visto un muchacho joven, guapísimo, con el pelo teñido de un rubio chillón, chaleco rojo y campana en mano al lado de la olla roja. ¡Anacrónico!

Pensé que no lo veríamos cuando saliéramos por la misma puerta varias horas después, y se lo comenté a mi esposo.

Me equivoqué. No era un holograma. No se había ido a una barra a beber, ni a chinchorrear, como hubiera sido “normal”.

Tres horas después el muchacho todavía estaba “de turno”.

Me detuve. Abrí la cartera, saqué y doblé un billete -para que ni él ni mi esposo vieran la denominación- y lo metí en la olla. Antes que me diera las gracias, lo miré a los ojos y en tono de complicidad, le dije: “gracias a tí, porque sé que tiene esperanza y amor lo que se cocina en ese caldero rojo”.

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