En un tren lejos de casa
Hace unos días visitamos Nueva York, en esta época donde el otoño permite un clima fresco y un colorido de la naturaleza que renuevan el alma. Un espacio de ampliar fronteras, más allá de la realidad de nuestro país que anda amenazando con colapsar y que nos hace acostumbrarnos a vivir desde el miedo y el pesimismo.
Usar el “subway” como medio de transporte, para acortar costos y distancias, me permitió adentrarme en la cotidianidad de la ciudad que nunca duerme. Es impresionante ver la multitud de personas de un lado para otro con toda clase de modas y estilos que hablan de una diversidad difícil de describir. Cientos de personas buscándose “el peso” en el metro y en las calles de la ciudad, tocando instrumentos, dibujando, vendiendo variedad de mercancías, mostrando las mil maneras que puede tener el espíritu guerrero, cuando es guerrero de verdad.
Lo mejor del viaje fueron las historias, las que me narró la gente en el ir y venir, y las que narraban desde el silencio los rostros, los paisajes y edificios que a cada momento ofrecen un nuevo contorno, una cantidad de enseñanzas.
Pude conversar con varios hispanos, entre ellos boricuas, haciendo toda clase de trabajos y descubriendo cómo escribir la nueva historia de sus vidas marcadas por una emigración, en la mayoría de las veces obligada. Esa historia que muchos boricuas vienen haciendo por años en aquellas tierras, pero que ahora tiene nuevos matices ante la crisis que sufre el país.
Una de las historias –la que más me conmovió escuchar y me llevó a escribir estas letras- fue la de un joven puertorriqueño que conocimos en el tren en la ruta de regreso a Puerto Rico. Se subió en el tren con un rostro que evidenciaba angustia. Tan pronto se percató de que éramos boricuas comenzó a hablar, y no se detuvo hasta que llegó a la estación donde debía tomar su avión.
Nos narró que tiene 32 años, que vive en Carolina del Sur a donde tuvo que emigrar hace años, pues en la isla no hay futuro para los jóvenes. “No hay futuro para los jóvenes”, repitió mientras su mirada se fue entristeciendo, en la medida que fue narrando que regresaba a Puerto Rico a enterrar a su hermanito de 21 años quien falleció en un accidente de tránsito en Orlando. “Mi hermanito se tuvo que ir también, pues ni en Cataño ni en Puerto Rico hay futuro para los jóvenes”. Se fue a Orlando donde comenzaría esta semana a trabajar como enfermero en un hospital. Pero murió y con él sus sueños, sus esperanzas, su futuro.
El futuro por el que debemos seguir trabajando para que nuestros jóvenes no tengan que verse en la obligación de emigrar ante le falta de oportunidades. Para que puedan encontrar su devenir aquí, en su propia tierra. Para que cuando les toque morir puedan hacerlo en su patria. Allí, en un momento de silencio, mientras escuchaba el sonido del tren repasé las iniciativas que se están llevando en la isla desde un auténtico deseo de reconstruir el país. Eso me consoló -aunque no tanto- de la pena que me dejó en el corazón esta historia. Y hoy escribo para transformar el dolor, para que mis lágrimas por un joven de mi terruño se vuelvan compromiso, esas lágrimas que tuve que ahogar en un tren lejos de casa.
lortiz@csifpr.org
(La autora es directora del Instituto para el Desarrollo Humano a Plenitud, Empresa Social de los Centros Sor Isolina Ferré dedicada a ofrecer talleres de crecimiento y sanación interior www.crecimientoaplenitud.org )