El arte de hacer que todos quepan
Es lo que pude ver en la Voladora en la que viajé durante casi cuatro horas de Barahona a la Capital en Santo Domingo, en días en que visitaba unos buenos amigos para ser la madrina de bautismo de su hijo. No elegí viajar en la Voladora, no tuve opción pues al ser fin de semana largo resultó que las guaguas que viajan en ruta directa con aire y mejores comodidades estaban llenas y yo debía regresar ese día.
Así que lo que apareció en el panorama fue la Voladora, una guagua que va haciendo trasbordo donde los pasajeros lo pidan, deteniéndose las veces que sea necesario no importa el tiempo que tome. Una guagua con cabida para cuarenta pero donde inimaginablemente los choferes montan cincuenta o más entre sentados, parados y aplastados.
A mí me tocó viajar el lado del chofer casi encima de la palanca del cambio. Allí íbamos cuatro, además del chofer. Fue espectacular ver como él iba montando pasajeros uno tras otro, al lado o casi encima de mí hasta estar seguro de que en el asiento ya no cabía nadie más.
El viaje se convirtió en una aventura donde incluso olvidé que tenía una pierna pinchada que luego me dolió por varios días, como recordatorio de la aventura en la Voladora.
El chofer era un personaje tipo Cantinflas, quien se disparaba cualquier maroma con una sonrisa pícara. Por ejemplo, cuando salimos íbamos ya bastante apiñados de momento el hombre se detiene y sube a la Voladora a una doña que venía cargando con un zafacón grande lleno de diversos artículos. Luego subió un haitiano a quien le dejó saber que le tocaría de pie, y así fueron subiendo otros hasta que dejé de ver a Emmanuel, un joven que me venía acompañando y le tocó sentarse en el pasillo de la guagua. Cada vez que subía uno podía observar en su rostro la sonrisita pícara de logro.
Con su cuota de pasajeros completa y a un paso muy lento por el peso, el chofer puso música de merengue del cantante Ventura y comenzó el concierto donde todos cantaban como en patronales. El ambiente comenzó a tornarse familiar. Comenzaron las historias de vida de los que estábamos más cercanos, en un momento sentí que alguien detrás me peinaba el cabello con sus manos y cuando llegamos a la parada de descanso una chica me tomó por el brazo como si me conociera de toda la vida y me acompañó hasta el baño, como asegurándose que no me perdiera en aquella multitud que subían a y bajaban de todas las voladoras que estaban en la parada.
Y así, entre pasajeros despiertos y dormidos, carga de toda clase fueron pasando las horas, hasta que el chofer anuncio que nos fuéramos poniendo los zapatos pues estábamos llegando a la Capital.
Entonces comenzaron las despedidas y los buenos deseos cada vez que alguien se bajaba de la guagua como si nos conociéramos de toda la vida. Llegué a la Capital agotada, adolorida y con hambre pero con una sensación de júbilo proveniente del modo como aquellos viajeros asumían las incomodidades del viaje, con la certeza de haber vivido con el pueblo dominicano su cotidiano caminar y descubrir que aunque las condiciones sean precarias siempre puede haber espacio en la guagua y en el corazón para otros y siempre se puede aprender a cantar mientras se pasa el Niágara en bicicleta.