Pies cortados
Durante los días de misión en la Sierra de Puebla en México, no solo contemplé la majestuosidad de los dos volcanes que se alzan imponentes para regalar belleza, historia, fuerza. También contemplé -y largamente- los pies de los campesinos y campesinas con quienes conviví durante esos días.
Sus zapatos, sandalias o botas siempre están impregnadas de un polvorín blanco de aquellas tierras casi desérticas aunque rodeadas de hermosa vegetación. Un polvo que acá llamaríamos suciedad, allí tenía otro sentido. Allí era un signo de caminar, una expresión de la vida dura a la que cada día se levantan los niños, jóvenes adultos y ancianos de aquellas tierras.
Los pies cortados, agrietados -más en los adultos que en los jóvenes- me robaron la mirada y el corazón. Una vez que caminé, subí y bajé por aquellas lomas fui comprendiendo mejor lo sagrado de esos pies ajados por la dureza de los senderos. Y me preguntaba cómo era posible que los pies de don Anselmo pudiesen aguantar tantos años de polvo, caminatas de horas por caminos pedregosos bajo un sol que no perdona edades. O los pies de la doñita que visitamos en su rancho que casi no podía sostenerse erguida, con unos pies que anunciaban amputación ante la lo que parecían problemas de circulación y evidentemente falta de atención médica.
Esa misma dureza también la vi no solo en los pies, sino en los rostros serios, endurecidos por la vida en los campos de cultivo, la vida de arrastrar para arriba y para abajo burros cargados para llevar alimentos al hogar que es muchas ocasiones era una choza de paja. Pies prestos y hábiles para cruzar corriendo por ríos, cañadas, lomas y llanos.
Por aquellas tierras perdí mis zapatos: se me fueron agrietando hasta romperse. Entonces sentí el polvorín en carne propia. Junto con mis zapatos, creo que también perdí un poco de esa insensibilidad que cargamos los que vivimos acomodados en un mundo que a estos campesinos les es negado. Perdí un poco de mi enajenación ante lo que viven tantos hermanos en este planeta tan lleno de abundancia. Perdí mis zapatos pero gané mayor conciencia sobre la injusticia y la desigualdad extrema que cada día confina a tantas personas a una vida inhumana y llena de dolor.
Al finalizar la misión me percaté de que mis pies estaban endurecidos y algo cortados. Un amigo generosamente ofreció darme un masaje. Le agradecí su gesto, pero preferí quedarme con aquella huella en mis pies, con la esperanza de que la huella en mi alma no se borre, con la esperanza de que me atreva cada día a seguir caminando, haciéndome parte de la vida de estos pueblos y animando a otros a caminar por tierras de misión aquí, en Puerto Rico, y más allá también, donde el polvo y la pobreza humanizan, hermanan y nos quitan las escamas de los ojos.