La hora de la estadidad
Puede que no lo hayan notado quienes los vieron aplaudiendo felices en la Convención Republicana. Pero los estadistas que fueron a Cleveland sufrieron una fuerte sacudida de sus correligionarios, la cual es solo un preludio de otras más grandes que se acercan a galope.
Se avecinan tiempos muy complicados para el movimiento estadista. Armados con el resultado de la consulta de 2012, que se puede interpretar como favorable a su aspiración, y quizás en vísperas de volver a ser gobierno, les está llegando el momento de dejar atrás la retórica azucarada de siempre y enfrentar las realidades crudas y laberínticas que entraña una petición de estadidad al Congreso de Estados Unidos.
Lo que pasó en Cleveland es solo el principio. Lo que viene más adelante sí que es peludo e inclemente.
En Cleveland, los boricuas se reunieron con los congresistas Raúl Labrador y Andy Harris, republicano de Maryland, uno de los pocos miembros del GOP que ha respaldado los proyectos de status impulsados por el Partido Nuevo Progresista (PNP) en el Congreso de Estados Unidos.
Ambos les dijeron que el descomunal problema fiscal que afronta Puerto Rico es un impedimento no solo para la estadidad, sino para que siquiera se hable del tema en este momento. Harris fue más lejos. Dijo que los resultados de la consulta de 2012 fueron confusos, que hay que ver cómo Puerto Rico afronta su problema fiscal y cuán significativo es en realidad el respaldo a la estadidad.
Entonces, solo entonces, dijo Harris, “la discusión va a comenzar”.
Antes hubo también otro evento interesante. Durante la campaña primarista, Ricardo Rosselló rechazó tajantemente que hiciera falta otra consulta de status y juraba que si gana, irá por la línea del medio con un acta de admisión al Congreso. Pero el lenguaje sobre Puerto Rico que el Partido Republicano aprobó establece la necesidad de otra consulta.
La compañera de papeleta de Rosselló, Jeniffer González, quien ha hablado de que creará una crisis para obligar a Estados Unidos a atender el tema, lo aceptó sin protestar ni por señas. Dijo, incluso, que ella misma lo escribió, lo propuso y lo defendió.
Ahí se vio cómo el PNP, ya sintiendo en la cara la respiración ardiente del minotauro, ya sin la protección del caribeño calor que le permite ponerle un barniz de simpleza y superficialidad a todo lo que tiene que ver con estadidad, comienza a mudar la piel, sin ningún pudor de que lo prometido en campañas ruidosas acá no se parezca en nada a lo que aceptan en recintos alfombrados allá.
En el 2017, si el PNP gana las elecciones y van allá Rosselló y González con su acta de admisión bajo el brazo, o incluso si las pierde pero gana más adelante la consulta ‘estadidad sí o no’ que prometen los populares, el camino se va a ir haciendo cada vez más escarpado y menos apacible.
Van a venir muchas preguntas complicadas, algunas que no tienen una respuesta que se haya podido articular claramente en los más de cien años en que la estadidad ha sido una idea de camino para Puerto Rico. La más importante de estas, la que nadie puede responder de manera convincente es: ¿qué le ofrece Puerto Rico a Estados Unidos? La estadidad acá se promociona casi invariablemente como “lo que recibiríamos”. Casi nadie en el liderato estadista habla de “lo que nos tocaría aportar”.
37 estados se unieron a la federación estadounidense después de que las 13 colonias originales declararon su independencia de Inglaterra. Pero no es tan sencillo como que pidieron la estadidad y se la dieron, como acá se ha querido plantear. Muchos eran territorios contiguos a los estados que fueron admitidos, no pocas veces instigado por el mismo Congreso, porque tenían recursos que a Washington le interesaban.
Uno de ellos, Kentucky, era parte de Virginia, una de las 13 colonias, y fue separado para que se convirtiera en estado por cuenta propia. Otro, Maine, fue admitido tras separarlo de Massachusetts con el propósito de que al entrar un estado esclavista, Misuri, que a la federación le interesaba tener, entrara otro que prohibía la esclavitud y continuara el balance que Washington se había propuesto mantener antes de la guerra civil. Ese es el llamado ‘Compromiso de Misuri’.
Casi todos eran, antes de ser estado, territorios escasamente poblados, contiguos a estados ya admitidos, que eran invadidos por estadounidenses, ocasionalmente espantando indios a fuerza de pólvora y fuego.
El tamaño de Estados Unidos prácticamente se duplicó en 1803 cuando su tercer presidente, Thomas Jefferson, compró Lousiana por $15 millones a Napoleón Bonaparte, quien lo vendió porque quería concentrarse en conquistar Europa. En la compra había territorios de los que salieron después 15 estados.
Hubo territorios que pasaron la zarza y el guayacán para ser admitidos, pero no porque estuvieran indecisos sobre si querían unirse o no, sino por otros motivos menos delicados. A Arkansas, por ejemplo, le retrasaron la admisión porque los congresistas temían que los nuevos habitantes alteraran el resultado de las elecciones de 1836 y a Florida porque la mitad de sus habitantes eran esclavos y otra parte indígenas, a ninguno de los cuales se les reconocía facultad para ser parte de la decisión.
No en todos los estados hubo votaciones populares, pues en algunos casos la decisión de solicitar y ratificar la estadidad se tomaba en convenciones constituyentes. Pero los que votaron fue por márgenes estratosféricos: en Arizona el 77%; en Nuevo México el 71%; en Utah el 80%; en Idaho el 87%; en California el 94% y en Texas el 95%, entre otros márgenes así.
La excepción fue Iowa, que rechazó dos veces ser estado y al final votó a favor por un 51%. Pero su duda no era si quería ser estado o no. Era que estaba inconforme con los límites territoriales que se le impusieron como condición para la anexión.
El último estado admitido, Hawaii, el 21 de agosto de 1959, que es también el único que tenía algún asomo de cultura distinta a la anglosajona, votó 93% a favor la estadidad. Alaska, el otro estado fuera del continente americano, ratificó la oferta con 83% de votos a favor. Bajo ningún escenario que se haya planteado hasta ahora, aquí habría ni de cerca un apoyo de esos niveles a la estadidad.
Puerto Rico, además, sería un caso único en dos sentidos. Ninguno de los 50 estados fue territorio por tanto tiempo –118 años, que se cumplen mañana, y contando– sin que se manifestara un mínimo de voluntad del Congreso de anexarlo, ni ninguno otro tenía identidad cultural desarrollada y distinta, ni el sentido de nacionalidad propia que hay aquí.
Nada de lo expuesto antes debe interpretarse como que la estadidad es imposible, ni una quimera, como vociferan sus opositores. Los estadistas son la fuerza política más sólida en Puerto Rico. 118 años de relación y 100 de ciudadanía no se pueden desechar como si nada. Lo que tienen que entender es que el camino a la anexión es mucho más largo y sinuoso de lo que sus líderes, la mira puesta a veces en la administración de la colonia, llevan décadas diciéndoles, entre jingles y fuegos artificiales.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay. Facebook.com/TorresGotay)