La locura
El autor de esta columna creció en el barrio Peñuelas de Santa Isabel, una pequeña comunidad de unos 2,000 habitantes ubicada en una árida y vaporosa llanura sureña, lejos, en serio, de todo. Casi nada es capaz de quebrar la soporífera paz en que allí por lo regular se vive. Pero en el verano de 1976, Rafael Hernández Colón, a quien en aquel entonces no le decían aún “el Conde de Ponce” y todavía se le conocía como “el gallito que no se juye”, irrumpió en el barrio con sus bocinas, como parte de su primera campaña de reelección.
Estamos hablando del tiempo en que no habían llegado la televisión por cable, ni mucho menos las computadoras, por lo que para los niños correr bicicleta era una aventura inigualable, más todavía si era detrás de algo tan raro por aquellos mundos olvidados de Dios como una caravana política. Este servidor, que entonces tenía siete años, era uno de varios que iba novelereando tras la caravana cuando quiso el destino que hubiera arena en la carretera, que a consecuencia de eso la bicicleta resbalara y que yo me rompiera el mentón contra el borde de una acera.
Mi madre (a quien hoy le deseo toda la felicidad y la paz que merece, que es mucha), me llevó al dispensario del Departamento de Salud que quedaba en la esquina de mi calle, a unos 200 o 300 metros de donde yo vivía. En el dispensario, la enfermera de turno me limpió la herida, decidió que necesitaba puntos de sutura, cosa que ella no podía hacer y me refirió a la Unidad de Salud Pública que quedaba en el casco urbano de Santa Isabel, a unos 15 minutos de mi barrio, donde mismo había nacido siete años antes, feliz y saludable.
Un médico me tomó cinco puntos de sutura, prueba de lo cual es la cicatriz que todavía, cuatro décadas después, tengo en el mentón. De haber sido necesario, el médico podía haberme enviado en ambulancia al Hospital de Distrito de Ponce, a una media hora de Santa Isabel, como en efecto pasó un par de años después, cuando, también en verano, me fracturé un brazo por estar haciendo algo que no debía y que si viene el caso en algún otro momento contaré.
La cosa es que menos de una o dos horas después del accidente, iba yo de regreso a casa con un vendaje blanco en la quijada, un tremendo dolor y maldiciendo por dentro a Hernández Colón y a la política.
Los perspicaces habrán intuido ya por dónde viene esta historia.
Las pistas están clarísimas: un dispensario estatal en un barrio olvidado por Dios; una enfermera paga por el Estado con capacidad para suministrar inyecciones, limpiar tajos, dar terapias respiratorias, tomar temperaturas, decidir si el paciente necesitaba cuidados de otro nivel y tener a donde referirlo sin preguntarle a nadie; una Unidad de Salud Pública en el casco del pueblo con médicos que, si estaba dentro de sus capacidades, podían curar a uno y, si no, referir a otro hospital con cuidados más sofisticados.
Nada de eso existe ya.
El dispensario del barrio está abandonado; la Unidad de Salud Pública era, la última vez que la vi, un centro de envejecientes; el Hospital de Distrito de Ponce es ahora un emporio de una empresa privada que parece más centro comercial que hospital. El niño que ahora se rompa la quijada o el brazo en el barrio Peñuelas de Santa Isabel, y en tantos otros a través de la isla, tiene que ver si el CDT privado está abierto y si aceptan su plan médico. Si le hace falta un referido, tendrá que esperar horas, sino días, en lo que burócratas que nunca lo han visto decidan, basándose en una tabla de costos, si necesita o no el tratamiento ordenado por el médico que sí le miró cara a cara y le tomó el pulso.
En el 1976 existía el llamado “Sistema Arbona”, bautizado así en honor a su fundador, el doctor Guillermo Arbona, un distinguido salubrista educado en las universidades de Ohio, Georgetown y Johns Hopkins, quien, como secretario de Salud entre 1957 y 1966, diseñó un eficiente sistema de cuatro niveles – primario, secundario, terciario y supraterciario – que, mal que bien, funcionaba.
En 1993, el entonces gobernador Pedro Rosselló lo desmanteló vendiendo a precio de quemazón los hospitales públicos para crear el desastre que hay hoy: un plan de salud incosteable e inhumano que lleva tiempo doblegándose ante el peso de su monumental costo. Este año la cuenta es nada y nada menos que de $2,250 millones, una buena parte de lo cuales es la ganancia de las aseguradoras y hospitales privados que son el corazón del sistema.
La crisis fiscal está a punto de hacer colapsar la famosa “tarjetita”. Aquí el dinero nunca ha crecido en matas de plátanos, pero antes creíamos que era así. Ya ni la ilusión de eso queda y la Administración de Seguros de Salud (ASES), que administra la tarjetita y hasta hace poco andaba loca buscando inversionistas privados que le ayudaran a mantener viva la ilusión, le debe millones a proveedores.
Por eso es que los médicos están huyendo a un ritmo espantoso. Por eso hay hospitales cerrando pisos y unidades y despidiendo personal. Por eso es que hay pacientes esperando meses por citas y medicamentos, a veces con fatales desenlaces.
Esto merece que se repita hasta que se entienda de una vez y por todas: probablemente no hay idea de política pública más disparatada en la historia de Puerto Rico que la locura de poner a un gobierno pobre como el nuestro a comprarle costosísimos planes médicos privados a todos los indigentes, como si esto fuera Qatar.
Siempre se supo. Por años expertos han advertido que el costo del plan de salud del Gobierno era insostenible y había desembocado en un sistema inhumano que racionaba los servicios a los más necesitados.
Cuatro gobiernos han pasado desde Rosselló hacia acá y ninguno hizo nada para acabar con la demencia de la tarjetita y diseñar un sistema más humano y menos oneroso, que los hay. Siete aspiran a la gobernación en las elecciones de noviembre. Pregunten qué planes tienen para liberar al país de esta condena. Se sorprenderán, o quizás no, de cómo la mayoría de ellos ni siquiera reconocen el problema.
¿Será que nos merecemos esto?
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)