Señales luminosas
La primera acción de Aníbal Acevedo Vilá como gobernador, el 3 de enero de 2005, fue reducir la flota de vehículos de La Fortaleza, de 52 a 27. También redujo su plantilla de asesores. Lo hizo, dijo entonces, en una conferencia de prensa sobre los adoquines de la entrada de La Fortaleza, a manera de ejemplo. Las finanzas del Estado, vio en ese momento, no estaban para las vueltas de antes.
Sus palabras significaban más de lo que parecía en aquel momento. Veníamos de los tiempos glotones de los proyectos faraónicos sin fuente de repago de Pedro Rosselló y de las comunidades especiales de Sila Calderón, que si bien fue, y sigue siendo, una iniciativa necesaria, siempre se cuestionó, de forma muy legítima, la manera en que se eligió financiarla.
Los primeros días del gobierno de Acevedo Vilá supusieron un cambio en el discurso que conocíamos hasta ese momento.
En esos días, se habló por primera vez desde el oficialismo de “déficit estructural”, que es la raíz de los principales problemas financieros del Gobierno: sus gastos permanentes son mayores que sus ingresos permanentes. Pasamos de hablar de prosperidad, abundancia, gobierno grande que nos protegía a todos, a hablar de precariedad, déficit, incertidumbre y estancamiento.
La escritura estaba en la pared, pero no quisimos descifrarla.
Poco más de un año después, en mayo de 2006, el Gobierno cerró por 15 días, a causa de un tranque entre rojos y azules con respecto a cómo aumentar ingresos. En ese año, se acabaron los beneficios de la Sección 936, el último esfuerzo del Gobierno de EE.UU. por hacer ver que le importaba la economía de Puerto Rico. En mayo de ese año, empezó la recesión que todavía nos tiene agarrados de la garganta.
El mundo cambió en mayo de 2006 y aquí casi nadie quiso darse cuenta hasta ahora.
Nos cayeron las siete plagas de Egipto desde entonces. Durante los últimos diez años, hemos sido golpeados por $15,000 millones en nuevos impuestos y los gobiernos tomaron préstamos por $30,000 millones, casi la mitad de la deuda que ahora nos ahoga, según cifras recopiladas por el economista Gustavo Vélez. Ha habido intentos de recortes de gastos en el Gobierno, pero muy tímidos, casi simbólicos. Nada esencial en la estructura estatal ha cambiado desde que nos dieron, desde el oficialismo mismo, aquella terrible noticia del déficit estructural.
Llegamos rodando hasta donde estamos ahora. Mañana se hace oficial lo que por mucho tiempo veíamos como el cuento de horror que se le susurra a un niño para hacerlo estudiar, bañarse o comerse los vegetales: el Gobierno ya no tiene dinero para cubrir la deuda. Vienen a atacarnos demandas como los pájaros a los personajes de la película de Alfred Hitchcock. Los servicios ya apenas subsisten. Enfermos pasan mil dificultades para acceder a servicios. Los fondos de retiro se agotan, poniendo en riesgo el sustento de miles de trabajadores y trabajadoras.
Hay una procesión continua de boricuas en ruta a otro país. Hay pena por lo que ocurre, perplejidad porque todavía a muchos les cuesta creerlo, desconfianza en las instituciones y reproches de unos a otros. Es bastante probable que muy pronto nos pongan bajo tutelaje federal.
La narrativa ya no es de precariedad; ahora es de calamidad.
Los historiadores se refieren a los años 80 en América Latina como “la década perdida”, por las guerras civiles, las dictaduras, la represión, las desapariciones, el estancamiento económico, la hiperinflación, los cacerolazos, todas las maldiciones que le cayeron al agobiado continente durante esos terribles años. Nosotros acabamos de cumplir diez años corridos de dificultades económicas, perdidos desde el punto de vista de que no se hizo lo que había que hacer y, por el contrario, algunas cosas de las que se hicieron empeoraron el panorama.
Pero no tiene que ser una década perdida si sabemos mirar y ver las señales luminosas que nos apuntan hacia la salida.
Por ejemplo, el que la crisis cumpla en este mes diez años significa que hay ya prácticamente una generación de puertorriqueños y puertorriqueñas que creció en medio de la narrativa de la precariedad, viendo los suelos desplazarse, los techos agrietarse y las paredes resquebrajarse. Estos no son víctimas de la complacencia que a los de generaciones anteriores nos producía la falsa prosperidad y están esforzándose por cambiar la realidad del país porque ellos sí que saben, ya que no han visto otra cosa, que nadie lo hará por ellos.
Entre esos está Gustavo Díaz, de San Juan, quien a sus 21 años recién cumplidos ya es dueño de una empresa que produce exfoliadores de la piel a base de café, los cuales exporta a países como Australia, Rusia, Canadá, Estados Unidos y México, entre muchos otros. Además, dirige la organización Jóvenes Emprendedores de Puerto Rico, que conecta a muchachos con ideas de negocios con los inversionistas que pueden darle el financiamiento para echar a volar esas iniciativas.
Gustavo vio a su madre perder un empleo en el que se había sentido segura por más de 30 años y a su padre, quien salió de Argentina en los años 80 huyéndole a “la década perdida”, batallar continuamente con la incertidumbre en torno al suyo. Cuando empezó la recesión, tenía once añitos. No recuerda mucho de cuando a Puerto Rico se le consideraba “la perla del Caribe”. Él no tuvo que salir de la zona de comodidad, porque, la verdad, nunca sintió que había tal zona de comodidad.
Tiene bien claro lo que hay en Puerto Rico y lo que falta: “Estamos en una situación complicada. Pero tenemos el capital humano más valioso en el mundo entero. A la misma vez, tenemos el apoyo del gobierno si quieres ser empresario. Tienes las personas que te pueden dar la mentoría. No nos hemos dado cuenta de que si colaboramos y trabajamos juntos podemos hacer cosas bien cabronas”.
Perdón por eso último, pero es que así hablan estos atrevidos. Y a mí me encanta oírlos.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)