El júbilo y la vergüenza
Don Nelson Ruiz arrimó su cabeza al hombro de su hijo, del mismo nombre, y dejó salir la sonrisa perfecta que había estado ocultando por casi 30 años, desde que, poco después del asesinato de la joven Glorimar Pérez, en 1988, por razones que nadie ha podido explicar, el entonces muchacho comenzó a ser relacionado con el horrendo crimen. El mayor de sus hijos había regresado a casa, finalmente, tras pasar 22 años encarcelado por un crimen que no cometió.
La escena se vio el jueves en Aguada. El pueblo, el mismo pueblo que en 1994 condenó sin derecho de apelación a Nelson Ruiz, Nelson Ortiz y José Caro por el crimen de Glorimar Pérez, celebró jubiloso junto a don Nelson el triunfo de la justicia, luego de que un día antes el juez José Emilio González concediera lo que el trío había estado pidiendo por años: una nueva oportunidad de demostrar que ellos no tienen nada que ver con la muerte de la joven aguadeña.
Había motivos para celebrar, por supuesto. Siempre que un inocente es liberado hay que celebrarlo. Pero después de la celebración, el desenlace de la trama de los tres inocentes de Aguada, el pueblo de Aguada y todo Puerto Rico tiene que hacer acopio de valentía y enfrentar cara a cara el profundo sentido de vergüenza que debe provocarnos a todos el que estos tres hombres hayan pasado 22 años de sus vidas sepultados tras las rejas, gritando a los cuatro vientos que eran inocentes, presentando las pruebas de que lo eran, sin que nadie hasta muy recientemente hubiese tenido la valentía de oírlos.
Es una vergüenza y una inmensa mancha para nuestro país que las tres víctimas de un caso tan malo, tan evidentemente fabricado, tan fatulo, hayan sido acusados y encontrados culpables, y hayan tenido después que pasar dos largas y dolorosas décadas para ser escuchados y para que se arreglara lo que tan mal se hizo desde el principio.
¿Quién les devuelve a los tres acusados, y a sus familias, que tanto sufrieron al no haberlos abandonado ni dejado de creer en ellos nunca, estas dos décadas borradas de sus vidas? Igual, ¿quién responde ahora a la familia de la víctima, engañada también por el cruel sistema y que ahora, a 28 años de haber enterrado a su amada Glorimar, vuelven a sufrir lo mismo del primer día sin saber quién fue el que les causó tanto dolor?
Esas son preguntas que, quizás, no tienen respuesta. Pero sí tiene respuesta, aunque no sea fácil, aunque duela mucho mirarlo a la cara, qué es lo que hace que cosas así ocurran en Puerto Rico.
Lo sabe todo el que no tenga los ojos vendados. Nuestro sistema de justicia está en ruinas. La incompetencia, la falta de recursos y de pericia y la politización lo tienen de rodillas. Es muy bueno ensañándose con el vulnerable y pasándole la mano al que tiene con qué defenderse. Hay excepciones, por supuesto, como la convicción por la muerte de su esposa de Pablo Casellas, hombre adinerado e hijo de un influyente juez federal. Pero, en términos generales, es un sistema al que le cuesta mucho enfrentar casos complejos y hasta algunos que no lo son tanto.
Ahí está, como el mejor ejemplo que hemos visto en tiempos recientes, el caso del niño Lorenzo González Cacho, brutalmente asesinado en su propia casa, a una hora que ha podido ser establecida con precisión casi absoluta y cuando estaba en compañía de personas que están plenamente identificadas. El Departamento de Justicia se empeñó en acusar a un enfermo mental, quiso hacer ver que el caso estaba resuelto y, cuando tuvo dos oportunidades de presentarlo en corte, la evidencia no fue suficiente ni para llevarlo a juicio.
Ahí está el caso sin resolver de la joven madre Lorenis Mejías Contreras, que estando embarazada de ocho meses fue asesinada a puñaladas junto a sus dos hijos de ocho y diez años en un apartamento en el condominio San Juan Park, en Santurce, en marzo de 2011. O el del naturópata Carlos Iglesias, que fue asesinado en noviembre de ese mismo año por un sujeto que se le acercó caminando mientras cerraba su consultorio en la avenida Magnolia, en Bayamón, le preguntó si él era el que vendía pastillas naturales y le entró a tiros cuando este respondió en la afirmativa.
Son esos, apenas tres casos de múltiples más que se pudieron mencionar, de personas, de jóvenes y viejos, ricos y pobres, conocidos y desconocidos, víctimas primero de quienes les quitaron las vidas y después de un sistema que muchas más veces de las que son tolerables en una sociedad democrática deja sin castigo al que lo merece, y la emprende contra el que no.
Los problemas de la justicia son, a grandes rasgos, los mismos de todo el gobierno: nombramientos y ascensos basados en afiliaciones políticas y no en capacidades. En el caso de la justicia, se da el agravante de que tenemos jueces y fiscales nombrados y confirmados por políticos, y que cada cierto tiempo, cuando se acerca el momento de su renominación, muchas veces se ven obligados a andar con el cuidado de quien camina sobre una superficie de cristal, tratando de no importunar o de congraciarse, según sea el caso, con el político del que depende que siga en su puesto.
Estamos en campaña política. Hay seis candidatos a la gobernación. Más allá de celebrar la liberación de los tres de Aguada, o de lamentarnos por el tiempo que tan trágicamente pasaron tras las rejas, quizás es momento de que les exijamos una reforma de la justicia penal que tenga como punta de lanza el establecimiento de la carrera judicial y de fiscalía, de manera que se les cierre el paso de la judicatura y de la fiscalía a personajes cuyos méritos no son ni el derecho ni la investigación criminal, sino la adulación a políticos.
De lo malo, se dice por ahí, puede salir a veces lo bueno. Pues sería muy bueno, entonces, que de las tragedias de Nelson Ruiz, Nelson Ortiz, José Caro, Lorenis Mejías Contreras, el niño Lorenzo, el doctor Iglesias, tantos otros, nos naciera un sistema de justicia en el que podamos confiar, cosa que es tan y tan esencial para la construcción de una sociedad de orden y de paz.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)