Simplemente justicia
Hoy voy a hacer dos cosas que nunca he hecho en esta columna. La primera es escribir en primera persona. La segunda es tratar un tema en el que tengo un interés personal. Para que quede claro donde estoy parado es que escribo en primera persona, para no cometer la falta de tantos otros comentaristas de noticias, que escriben o hablan de temas en los que tienen intereses personales sin establecerlo ante su audiencia.
Voy a hablar del caso de Glorimar Pérez Rivera, la joven aguadeña asesinada en 1988, cuando tenía 21 años. Tres individuos de Aguada fueron condenados por el crimen. A pesar del tiempo, el caso no muere en la conciencia pública. La razón es muy simple: nunca se han disipado las inquietantes dudas sobre la culpabilidad de los tres convictos: Nelson Ruiz Colón, Nelson Ortiz Álvarez y José Caro.
Glorimar fue vista por última vez cuando salió de su residencia a jugar tenis en Aguadilla en la mañana del sábado 30 de julio de 1988, en su vehículo. Fue reportada desaparecida al no regresar a su casa esa noche. Su cuerpo fue encontrado en la playa Jobos de Isabela. El vehículo fue hallado abandonado en un barrio Aguadilla.
La única prueba contra los acusados era el testimonio de Luis Martínez, un adicto a drogas de Aguadilla que, en medio de un enjambre de contradicciones, alegó que los tres convictos le pagaron para que fuera a Jobos a recoger el carro de la difunta, a la que habían planificado secuestrar y violar porque estaban enamorados y ella no les correspondía.
Allí, según su testimonio, vio cómo los acusados se turnaron para golpear, violar y sodomizar a Glorimar, para luego matarla a tiros. Sus declaraciones fueron apoyadas por el otro “testigo estrella”, Heriberto Guzmán, compinche de Martínez en el crimen y en la vida, quien declaró en corte que su consorte le había contado lo visto. Un jurado emitió veredicto de culpabilidad en septiembre de 1994.
Menos de un año después del juicio, los dos testigos se retractaron, declarando bajo juramento que habían sido coaccionados a recitar un libreto falso por el fiscal Andrés Rodríguez Elías y el policía Ramón Pérez Crespo, quien en medio del juicio se envió a sí mismo una corona de flores con su nombre y el de Glorimar, para fingir que había sido amenazado e incendiar el ánimo del jurado.
Habría habido muchas razones para desconfiar de las retractaciones, sino fuera porque, con la nueva versión, hicieron clic muchas de las dudas sembradas en la conciencia de los que vieron el juicio sin apasionamientos.
Toda la evidencia científica contradecía a Martínez. El testigo dijo que vio a los acusados dar una paliza, violar y sodomizar a Glorimar. Pero la autopsia no reveló evidencia de tal paliza, ni de la violación. En el carro de la joven había huellas digitales que no eran ni de Glorimar, ni de los acusados ni de Martínez, quien alegó que lo había conducido desde el lugar del crimen hasta donde fue hallado.
Antes del juicio, habían pasado otras cosas muy extrañas también.
En la vista preliminar se le pidió a Martínez que identificara a los acusados, de los que decía que había sido amigo por años, pero no pudo. Además, existe el testimonio de otro sujeto de Aguadilla que ha dicho públicamente que Pérez Crespo también trató de convencerlo de que declarara falsamente contra los acusados.
Por último, un investigador privado contratado por la familia de uno de los acusados dio con un sujeto que era dueño de una pizzería en Aguadilla y que se dice le confesó a su hermana que él era el asesino. Las autoridades sabían de este sujeto.
Hasta su muerte hace unos años, Monserrate Martínez insistió en que todo lo que declaró en el juicio era una fabricación. Guzmán, por su parte, está en este momento muy enfermo de sida y ha dicho que antes de morir desea la oportunidad de volver a declarar para resarcir el daño hecho.
Los convictos han agotado todos los recursos disponibles en las cortes boricuas. Su última esperanza está en el juez federal Francisco Besosa, al que la defensa de Ruiz Colón pidió esta semana que obligue al Gobierno a practicarle a los acusados una prueba de ADN, que no estaba disponible para la época del juicio, con la cual esperan demostrar de una vez y por todas que son inocentes.
Según The Innocence Project, una entidad que trabaja este tema, desde el 1989 en Estados Unidos 329 convictos que habían cumplido un promedio de 14 años tras las rejas han sido exculpados tras sometérseles a pruebas de ADN. Esto es sencillo: denle la prueba a los convictos. Si son culpables, nos olvidamos. Pero si son inocentes, se merecen una nueva oportunidad en la vida, o lo que pueda quedar de esta después de tanto tiempo encerrados.
En 1988, yo compartía hospedaje en Río Piedras con un grupo de muchachos de Aguada, entre los que estaba uno de los hoy convictos, Nelson Ruiz Colón. Fui testigo de la consternación que causó entre todos el horrendo crimen y de la perplejidad que sintió Ruiz Colón cuando se le empezó a relacionar con el asesinato. Fui testigo también de que fue a sus primeras citas con la Policía sin abogado, a pesar de ser de una familia con recursos para pagar de los mejores, y que se sometió a todas las pruebas que se le pidieron sin titubear.
Nadie sabe lo que hay dentro de las personas y, al principio, no hubiera puesto mis manos en el fuego por él ni por nadie. Pero tras haber seguido el juicio, visto la evidencia y atestiguado la firmeza con la que ha mantenido su inocencia todos estos años, no tengo duda de que merece otro día en corte. El secretario de Justicia, César Miranda, ha demostrado que es un hombre justo. Dadas las circunstancias, no es posible imaginar que va a oponerse a que se haga la prueba de ADN, que es también un acto justo.
(benjamin.torres@gfrmedia.com, Twitter.com/TorresGotay, Facebook.com/TorresGotay)