El amor es un juego a nueve entradas
Mi viejo amigo Romeo Mareo, quien durante un tiempo estuvo escribiendo una columna de consejos amorosos en El Nuevo Día antes de retirarse e irse a vivir como monje en el Tibet, redactó en una ocasión este escrito que me parece que viene muy bien a colación con los ‘playoffs’ de Grandes Ligas.
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Las cifras están ahí y, por lo regular, las cifras no mienten… excepto, tal vez, cuando se refieren a mi cociente intelectual: uno de cada cuatro matrimonios puertorriqueños desemboca en divorcio, muchos de ellos antes de que concluya su primer año de duración.
“Diablos”, pensé los otros días, “eso quiere decir que muchos matrimonios incluso duran menos que la estadía promedio de un jugador de Grandes Ligas con un mismo equipo”.
Para bien o para mal, las realidades económicas de la agencia libre acabaron con el supuesto romanticismo del béisbol -aquel romanticismo que dictaba que un jugador perteneciera “de por vida” a su equipo.
Y me imagino que, también para bien o para mal -¿puede haber peor tortura que tener que convivir toda una vida con un cónyuge que se ha vuelto insoportable?-, el romanticismo del matrimonio comenzó del mismo modo a desvanecerse cuando la frase “hasta que la muerte nos separe” desarrolló como cláusula secundaria: “O la corte dicte lo contrario”.
Sin embargo, creo que, incluso a estas alturas, la institución del matrimonio podría aprender algunas cosillas del béisbol.
Para empezar, creo que el contrato matrimonial pudiera tener incluso varias cláusulas, como se estila en el béisbol.
Pudiera contener, por ejemplo, unos bonos de rendimiento: en el béisbol, el Jugador X podría tener en su contrato una cláusula que indicara que se ganaría $50,000 más si lanza más de 160 entradas, o si lo reclutan para el Juego de Estrellas.
En el matrimonio, el marido podría recibir puntos compensatorios si es él quien se levanta tres madrugadas seguidas para darle el bibi al bebe, por ejemplo. O si se ve tres capítulos seguidos de Kara Para Ask junto a su media naranja.
Bueno, dos. No seamos crueles. Y cuando se acerque el fin de los tres años matrimoniales, ambos cónyuges podrían empezar a renegociar una posible extensión contractual. De no haber acuerdo, entonces ambos podrían convertirse en agentes libres.
Por el contrario, si la cosa evidentemente no está cuajando antes de que expiren los primeros tres años, entonces cualquiera de las partes podría ‘comprar’ el remanente de su pacto, convirtiéndose así también en agente libre.
Pero sería un agente libre restringido: el ex cónyuge no podría volver a firmar con su antiguo equipo -es decir, no podría volver a salir con su cónyuge original- sin antes haber dejado pasar un plazo prudente para negociar con los otros posibles interesados en adquirir sus servicios.
En el béisbol, lo habitual es que un agente libre de primera clase, codicidado por diferentes equipos, entre entonces en un período de ‘coqueteo precontractual’.
Durante ese lapso, los equipos interesados invitan al agente a que visite y conozca su ciudad, lo llevan a los mejores restaurantes, hacen que las estrellas de la novena lo llamen por teléfono y le digan lo hermoso que es jugar allí y lo lindo que le queda su nuevo peinado, y otras linduras por el estilo.
Es decir, todo lo que pueda ayudarle a tomar la difícil elección entre un pacto de cinco años por $55 millones con el Equipo A, y otro de seis y $62 millones con el Equipo B.
El agente libre matrimonial, entretanto, podría pasar por una experiencia análoga: por ejemplo, antes de la pandemia, podía acudir cada jueves en la noche a las inmediaciones de la Placita de Santurce, para “escoutear” al sexo opuesto y escuchar potenciales ofertas contractuales, que pueden variar desde el ‘day to day’ -o ‘night to night’, en este caso -hasta compromisos a más largo plazo. El “escouteo” podía ser crucial, lo mismo que en el béisbol.
En la pelota, un escucha o ‘scout’ que sopesa las cualidades de un prospecto de 18 años tiene que ser capaz también de presagiar si el jugador tiene el potencial de desarrollarse o si, por el contrario, se quedará estancado en las ligas menores.
En la liga matrimonial, entretanto, una mujer debería tener la capacidad de vislumbrar si el dulce galán que acaba de conocer en la placita, aquél que le paga los tragos y le prende los cigarrillos con un ‘lighter’ dorado, no se transformará dentro de cinco años en un holgazán en calzoncillos que se duerme expidiendo eructos en el sofá mientras ve las carreras de caballos.
Eso sí, el matrimonio tiene una gran desventaja en comparación con el béisbol: una vez empieza el juego, hay que hacer un esfuerzo especial por jugarlo hasta la última entrada.
Pedir que otro entre como bateador emergente es correrse el riesgo de que éste lo haga tan bien con su pareja que luego a uno lo dejen en el banco y con el bate al hombro… indefinidamente.
El autor formó parte de la redacción deportiva de El Nuevo Día de 1981 a 2008 y es el autor de San-Tito, sobre la carrera de Tito Trinidad y de la novela El último kamikaze, ganadora del certamen del Instituto de Cultura Puertorriqueña en 2016.
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