El miedo y el boxeo
“Las peleas se pierden dentro del ring, no sentado en la banqueta”, fue una expresión que escuché por primera vez allá para 1972, cuando Carlos Ortiz se quedó sentado y no salió a pelear cuando sonó la campana del sexto asalto frente a Ken Buchanan.
Algunos lo consideraron un acto de cobardía.
Sí, el mismo Carlos Ortiz que incluso antes y después de esa pelea fue reconocido como uno de los grandes campeones de la historia de Puerto Rico y eventualmente sería exaltado al Salón de la Fama.
Y ahora al peso ligero José ‘Chelo’ González mucha gente -o al menos los que escriben mucho de Facebook en las redes sociales- lo están catalogando de cobarde o ‘manilo’ porque el viernes rehusó seguir combatiendo en el séptimo asalto de su pelea con Diego Magdaleno tras recibir un golpe al cuerpo que el árbitro puertorriqueño Luis Pabón había catalogado de golpe bajo.
Esto a pesar de que Chelo había peleado con ferocidad hasta esos momentos.
¿Puede un peleador de pronto sentir miedo, después de haber estado varios asaltos batallando a sangre y fuego con su rival?
Más que cobardía, creo que es más probable es que el cansancio, la creencia de que pueden descalificar a un rival o incluso una necesidad urgente de ir al baño -como se piensa que fue el caso de Mano de Piedra Durán en su famoso ‘no más’ contra Leonard– sean las verdaderas razones para esas retiradas dudosas o a veces inexplicables.
De hecho, en toda mi vida, solo recuerdo un caso de un boxeador que haya admitido sentir miedo sobre el ring.
Tyrone Jackson era de Nueva York -de abuela puertorriqueña, si mal no recuerdo- y formó parte de la gran zafra de peleadores neoyorquinos o neorricans de principios de los ochenta que incluyó a Macho Camacho, Juan Laporte, Alex Ramos y tantos más.
Apodado ‘The Harlem Butcher’ porque en efecto trabajaba como carnicero en Harlem, Jackson llegó a ser uno de los mejores pesos plumas del mundo, pero luego falló en sus peleas titulares: primero, al parecer abrumado por las circunstancias aunque era un amplio favorito, en 1986 cayó por nocaut en seis asaltos ante Ki Young Chung en Corea del Sur al buscar el cetro pluma de la FIB. Y luego también sucumbió por nocaut en ocho asaltos ante Tony López al gestionar el cetro de la FIB para las 130 libras en junio de 1989, cuando, a todas luces, rehusó pararse luego de una caída a pesar de que no parecía estar en tan mal estado.
Y en 1990, en un artículo memorable que escribió para el New York Daily News Michael Katz, para mí el mejor escritor de boxeo de las últimas cuatro décadas, Tyrone, quien entrenaba bajo las ٕórdenes de un joven Teddy Atlas, reconoció que el miedo había sido su peor enemigo a lo largo de su carrera.
Por ejemplo, recordó que mientras esperaba en el cuarto de su hotel en Lake Tahoe para su pelea con López, “me puse a rezar para que hubiera una amenaza de bomba, o un fuego, o que el otro tipo no se presentara… lo que fuera, para que se suspendiera la pelea”.
Luego, agregó, en la caminata hacia el ring “me sentía como si me llevaran a la silla eléctrica o a la guillotina”.
Cuando cayó a la lona en el octavo asalto, dijo, en realidad no estaba lastimado. Pero sencillamente se quedó ahí mientras el árbitro terminaba su conteo.
La forma en que perdió terminó de sellar su mala fama a pesar de que su récord era de 30-2 con 25 nocauts,.
Cuando lo veían, los niños de las calles de Harlem -donde vivía- se ponían a ladrarle. Y en el mismo gimnasio donde entrenaba también decían que era un perro, una forma de insultar a aquellos que se recuestan haciéndose el muerto.
Atlas -hoy en día un célebre analista boxístico en la televisión- especuló entonces que Jackson no se rindió porque estuviera recibiendo demasiados golpes, porque no fue así: “El se estaba defendiendo bien”, dijo.
“Pero simplemente era un tipo muy sensible, con demasiada imaginación. Siempre se dejaba arrastrar por sus emociones”.
Luego de ese aparatoso revés que fue televisado a todos los Estados Unidos, en vez de conseguirle una pelea suave para volviera a entrar en cancha a Jackson, su manejador, Don Clark, decidió presentarle un ַúltimo reto: apenas cuatro meses después de su derrota ante López, lo llevó a pelear en Mexicali con Rodolfo Gómez, un pegador que tenía marca de 14-2 y 13 nocauts y era el campeón nacional de México en las 130 libras.
O Tyrone aprendía a nadar o se hundía de una vez.
Atlas recordó que en el primer round, peleando frente a un público hostil y en las peores condiciones posibles, Gómez le conectó tres golpes devastadores, “más fuertes de los que recibió en toda la pelea con López”.
Pero Jackson los asimiló, reaccionó y la pelea se tornó en una batalla campal.
Al final Gómez ganó la decisión pero el público mexicano, que disfruta de ese tipo de batallas, le brindó a ambos peleadores una ovación de pie.
“Por primera vez”, dijo Jackson en su entrevista con Katz, “me sentí verdaderamente como un boxeador profesional”.
Y Clark, su manejador, agregó: “Esa derrota… fue la victoria más importante de su carrera”.
Nunca ganó el título pero leí en una entrevista reciente que Jackson, de 54 años, ahora vive con su esposa e hijos en Brooklyn y tiene tres trabajos –uno de conserje, uno en el Madison Square Garden y otro como inspector de la Comisión Atlética del Estado de Nueva York-.
Pero también tiene tiempo para entrenar boxeadores, incluyendo -por lo menos hasta hace unos años- al semicompleto boricua Vincent Miranda.
Quizás haya una lección escondida por ahí en todo esto.
El autor formó parte de la redacción deportiva de El Nuevo Día de 1981 a 2008 y es el autor de San-Tito, sobre la carrera de Tito Trinidad.
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