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Los dos Wilfredo Gómez

Por lo general, los boxeadores, incluso aquellos que en su apogeo anduvieron forrados de guardespaldas y relacionistas públicos, tienden a volverse mucho más accesibles y sociables una vez les llega el retiro. Ahí está el caso de George Foreman, quien, en su primera etapa como campeón de los pesados, no creo que haya sonreído durante más de 30 segundos, y luego se transformó en un  amigable vendedor de parrillas eléctricas en la televisión, entre muchas otras cosas.

Ahí está también el de Mike Tyson, aquel que cuando iba a pelear con Lennox Lewis le dijo que iba a comerse vivos a sus hijos -aunque Lewis no los tenía- y ahora es un elocuente y sensible orador que se ríe de sí mismo en numerosas presentaciones personales.

Y les confieso que pensé en ambos el sábado, poco antes del inicio de la cartelera del coliseo Roger L. Mendoza en la que Félix Verdejo reconfirmó que cuenta con el carisma para convertirse en algo muy especial. Allí, sin escoltas ni arropado por un grupo de amigos incondicionales que también le sirvieran de barrera protectora, se encontraba Wilfredo Gómez, miembro del Salón de la Fama y para algunos el mejor boxeador puertorriqueño de todos los tiempos. De hecho, solo le acompañaba un viejo amigo, quien fue quien le había dado pon hasta la cartelera que Gómez quiso presenciar en gran medida por su vínculo con Verdejo, a quien  ocasionalmente acude a ayudar en el gimnasio.

En su época de gloria, naturalmente, Gómez fue uno de los atletas más famosos y queridos que ha tenido Puerto Rico. Sus peleas paralizaban al país de una forma parecida a como ocurriría algunos años después con las de otro fuera de serie, Félix ‘Tito’  Trinidad.

Pero Gómez iba más allá: era un tipo farandulero, famoso por sus conquistas amorosas entre las más glamorosas artistas, modelos y cantantes del país; y también, como muchas celebridades, podía ser altanero y arrogante, tanto con la prensa como con otra gente.

Con la fanaticada en general tuvo una relación de amor-odio: frustrados por su derrota ante Salvador Sánchez, muchos opinaron, con despecho, que él se la había buscado debido a su gusto por la vida alegre.

Además, quizá ya estamos acostumbrados a la sonriente caballerosidad de Tito o a la sobriedad de Miguel Cotto, dos peleadores que no hablan mal de sus oponentes a menos que estos hablen mal de ellos primero… como Bernard Hopkins y Antonio Margarito, respectivamente.

Pero Gómez sí era de los que les hablaba y los amenazaba, y luego parecía disfrutar cuando los descuartizaba sobre el ring.

Chu García, quien cubrió su carrera de rabo a cabo, suele contar que Gómez decía que leía libros de anatomía para documentarse bien sobre los órganos del cuerpo a los que les podía hacer más daño con sus golpes.

Así, el ‘Bazooka’ no incurría en la vulgaridad de hablar de ‘ganchos al hígado’ -que, por sus estudios anatómicos, sabía que estaba demasiado ‘escondido’-, sino al bazo.

En fin, un tipo con el que uno nunca hubiese querido estar de malas.

Pero, como a muchos, a Gómez se le hizo difícil la vida después del retiro, cuando el tiempo fue apagándole los gritos de la fama y el chirrido de las cámaras fotográficas y él hasta cayó inmerso en el mundo de las drogas.

Pasó por tres matrimonios y también hubo de tener problemas de salud, particularmente una dificultad ocasional para hablar, producto de una lesión en las cuerdas vocales sufrida por los golpes de Rocky Lockridge cuando ganó su tercer cetro mundial. El año pasado, unos problemas respiratorios provocaron que fuera hospitalizado durante varios días, obligándole a dejar de formar parte a tiempo completo del grupo de trabajo de Verdejo.

Pero nunca ha dejado de recibir el afecto de la fanaticada, como pude comprobar hasta la saciedad en la noche del sábado: antes de que empezara la cartelera, aunque estaba sentado en un área reservada para los VIP, siempre con una sonrisa, Wilfredo se paró una y otra vez llamado por los fanáticos que le pedían fotografiarse con él.

Y como hoy en día todo el mundo anda con una cámara encima –en su celular- los pedidos eran interminables.

A uno de los que sorprendí en pleno ajetreo fue al barranquiteño Christopher Díaz, un compañero de cuadra de Verdejo que más tarde esa noche haría su cuarta pelea como profesional.

Cuando le pregunté a qué se debía su admiración por Gómez, un campeón que se había retirado mucho antes de que él naciera, me dijo: “Eso es así, pero lo conozco de las veces que ha ido al gimnasio y me ha dado sus consejos… aparte de que he visto muchas de sus peleas y, viéndolas, uno siempre agarra algo que le sirve para mejorar”.

“Para mí no es solo el mejor peleador puertorriqueño de todos los tiempos, sino el mejor latinoamericano y el mejor de toda América”, remachó.

Para terminar, cuando le pregunté a Gómez si estaba viviendo solo después de separarse de su última esposa, fue su amigo, Eugenio Santana, quien, riéndose, me respondió: “No, ahora está buscando marido”.

No quise imaginarme lo que le hubiera dicho -o le hubiera hecho- el Gómez de hace muchos años.

Pero el Gómez de ahora solo dejó que su cara dibujara una sonrisa.

El autor formó parte de la redacción deportiva de El Nuevo Día de 1981 a 2008 y acaba de publicar su primer libro, San-Tito, sobre la carrera de Tito Trinidad.

(ceuyoyi@hotmail.com)

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