Los feos también lloran
Los insistentes días de lluvia que nos azotaron la semana pasada hicieron que aflorara en mi memoria un recuerdo que hacía tiempo que tenía sepultado en el olvido.
Cuando, en los remotos años setenta, yo era aún un tierno pichoncito radicado en Santurce, tomaba a diario la guagua para ir y venir cargado de libros a la UPR de Río Piedras, donde, a empujones, trataba de graduarme de Ciencias Sociales. Pero si estaba lloviendo mucho cuando regresaba de la universidad, entonces seguía hasta el Viejo San Juan y, allí, tomaba otra guagua que en la Parada 22 descendía hasta la Loíza, dejándome a pocos pasos de mi casa.
Una tarde en particular, después de apearme de la guagua, caminaba yo a toda prisa bajo una llovizna que amenazaba con transformarse en aguacero cuando, al pasar junto a un teléfono público, éste comenzó a sonar.
Miré. No había más nadie por los alrededores. Más por curiosidad que por otra cosa, pero también con tal de aprovechar el mínimo techito de la cabina telefónica para guarecerme del agua, alcé el auricular y contesté.
“¿Rolando?”, me preguntó una voz de mujer.
“No, no es Rolando”, dije.
“¿Cómo? ¿Y quién es?”.
Le di mi nombre.
“¿Y qué número es ése?”.
Se lo di. Añadí: “Es un teléfono público”.
Esta respuesta pareció tomarla desprevenida y, poco después, causarle un ataque de risa.
“¿Cómo? ¿Y qué haces tú ahí?”.
Como prueba irrefutable de que soy un coquetón innato, le respondí: “Pues hablando con la mujer de la voz más sexy del mundo”.
Lo cual era verdad: ella tenía una voz increíble, susurrante y seductora a la vez. ¿Recuerdan a aquella actriz llamada Linda Fiorentino, aquella de la voluptuosa voz ronca? Pues algo así.
La mujer del teléfono volvió a reír… y entonces me colgó.
Les admito que me quedé allí un buen rato, meditabundo. Una y otra vez me decía que tal vez había sido demasiado agresivo al hablarle así a una muchacha que ni siquiera conocía pero que ahora, en efecto hipnotizado por su voz, anhelaba conocer. Pero que, tal vez por ‘esmandao’, tal vez no conocería nunca.
Al día siguiente, no llovía ni nada -por el contrario, hacía un sol insoportable- pero, aún así, hice todos los arreglos para estar junto a ese mismo teléfono a la misma hora que el día anterior.
¿Y saben qué? Pues no volvió a sonar. A la semana siguiente -cuando se cumplían exactamente siete días desde aquella llamada errante- también volví a estar allí. Y tampoco sonó. Al mes siguiente… no, ya basta.
Estoy seguro de que un siquiatra me diría que a partir de entonces todas las mujeres que he conocido o he querido no han sido otra cosa que una búsqueda desesperada por hallar -aunque sólo sea de chiripa- a aquella a la cual sólo por su voz llegué a conocer.
Lo único que yo sé es que por muy feos que seamos -y para eterno regocijo de algunas mujeres-, en el fondo nosotros los donjuanes de pacotilla no somos más que unos románticos ‘tapaos’.
Romeomareo2@gmail.com