Nada duele más que el fin de una relación
No hace mucho, una querida lectora me escribió para pedirme un consejo, y aunque por lo general mi respuesta para este tipo de pedido suele ser la recomendación de que le escriba a Paolo Coehlo o a alguna otra persona que por lo menos crea saber de lo que está hablando, la pregunta me llegó tan a lo profundo del corazón que decidí romper esta ilustre tradición.
“Romeo”, escribió la lectora, “acabo de terminar una relación de varios años. Y aunque sé que era algo que tenía que terminar, estoy sumida en una depresión terrible. ¿Qué me recomienda?”
Déjenme profundizar filosóficamente por un momento: si bien se dice que cuando uno aprende a montar bicicleta no lo olvida nunca, creo que también pudiera decirse que eso no ayuda para nada cuando uno se enreda con los pedales y se va de cascos contra el pavimento. Es decir, caerse de una bicicleta por decimonovena vez duele lo mismo que la primera.
Y estoy seguro de que lo mismo pudiera decirse del final de las relaciones amorosas: cuando estas terminan, siempre duelen lo mismo o incluso más, independientemente de la vasta experiencia que uno haya amasado en ese campo.
Lo digo por experiencia propia: sufrí tanto o más a raíz de mi segundo divorcio, como del primero, y eso a pesar de que creía haber desarrollado en la primera ocasión los mecanismos de defensa más apropiados.
Claro está, después de mi primer divorcio caí en el estado de catatónica depresión que es casi mandatorio por ley en estos casos: estuve varios días sin salir de la casa, sin bañarme, cambiarme los calzoncillos ni cepillarme los dientes, y no hacía otra cosa que ver un infomercial tras otro en la televisión.
Créanmelo: soy un experto mundial en los cuchillos Jinzu y en el té adelgazante del dr. Ming, o como se llame. De paso, ¿por qué será que tantos de estos productos tienen nombres orientales? ¿Será porque en el fondo uno está considerando un hara kiri?
Cuando mejoré un poco, releí todos los filósofos que había ignorado en la universidad, en especial a aquellos que aseguran que todo en la vida es pasajero y que incluso el dolor más fuerte, aquel que uno está seguro de que no podrá superar jamás… pues resulta ser superable.
Y en efecto, a la larga pude superar la crisis… a la larga fui capaz de admitir que no todas las mujeres habían sido creadas como instrumentos de tortura… incluso muy a la larga pude dejar de temblar y de descorrer la dentadura como una pantera en posición de ataque cuando escuchaba que a una mujer la llamaban por el nombre de Olga, el mismo de mi primera esposa.
Con el tiempo, naturalmente, logré a declararle la paz a las emisarias del sexo opuesto y la tregua tuvo tanto éxito que en determinado momento conocí, me enamoré, me casé y a la postre me divorcié de Leticia, mi segunda media naranja.
Aunque fue un divorcio amigable –de hecho, hasta nos llevamos mejor ahora que cuando vivíamos juntos-, la experiencia no dejó de ser demoledora.
De hecho, aunque puse en vigor todos los remedios caseros que me habían funcionado luego del primer divorcio –calzoncillos sucios, lectura de filósofos, infomerciales, etc.-, llegó el momento en que nada me funcionaba y hasta que tuve que pedirle asesoría a algunos amigos más experimentados que yo en esas batallas conyugales.
Uno de ellos me dijo algo que me sonó razonable: “Bota toda tu ropa, o por lo menos las camisas y pantalones que más usas”, me dijo. “Y cómprate todo nuevo: así no vas a tener ninguna razón para pensar en ella cada vez que te vayas a vestir”.
Seguí su consejo. A los tres días, este mismo amigo pasó por casa para preguntarme por qué seguía sin ir a trabajar y sin contestar el celular.
Llorando, le dije que ahora me sentía peor, porque cada vez que me ponía una camisa o un pantalón nuevo, me estremecía recordar que Leticia nunca me habría de ver con ellos.
Así, querida amiga lectora, he aquí mi sugerencia: lo mejor, para que deje de sufrir, es no volver a tener una relación con nadie, seria ni profunda.
Si la tienes… prepárate entonces para lo mejor… y para lo peor también.
Romeomareo2@gmail.com