“¡Qué lindo cantas, mi vida!”
Esa noche, Antonio, un viejo amigo, llegó al ‘sports bar’ que visito con cierta frecuencia tal como si fuera un meteorito prendido en candela.
Antes de saludarme atajó al ‘bartender’, pidió su ración de alcohol y vació su vaso de un solo trago antes de tener la delicadeza de notar mi presencia.
“Creo detectar que algo te preocupa”, le dije.
No necesitó más estímulo: a los pocos segundos, me había abierto, de par en par, las agrietadas persianas de su corazón.
“Rommy”, me dijo, utilizando un apodo que sólo emplean conmigo mis íntimos, “la verdad es que no sé qué hacer”.
“Primero que nada”, le dije, “pagar la próxima ronda”.
Su caso no era demasiado raro, a decir verdad. Luego de divorciarse, Antonio hubo de alquilar un apartamentito tipo estudio en uno de esos vetustos edificios en los que los inquilinos apenas viven algunas semanas en lo que encuentran algo mejor. Pero durante los próximos seis meses, él sólo salió de esas cuatro paredes para ir al trabajo o para hacer compras en el colmado de la esquina.
Sin embargo, empezó a comprender que estaba superando su depresión cuando cobró noción de su vecina del apartamento del frente: una chica alta y bonita que guardaba alguna semejanza con Brooke Shields, y a la que a menudo veía a la entrada del edificio o en el ascensor.
En fin, durante un tiempo estuvieron enfrascados en ese incómodo tipo de relación que se conoce como el ‘conocido de vista’: se saludaban con la mirada y una sonrisa, pero sin cruzar palabra.
Lo peligroso de ese tipo de relación es que es casi imposible escapar de ella a menos que ocurra algo casi sobrenatural, y, en el caso de Antonio, él comenzó a lamentarlo, porque la chica le simpatizaba y, según le parecía, él le simpatizaba a ella también.
Finalmente, una noche como a la 11, cuando él acababa de apagar la lamparita de su mesa de noche, se escucharon de pronto unos extraños alaridos.
Aguzando el oído, Antonio dedujo que se trataba de una pelea de gatos, o, de no ser así, tal vez que alguien estaba viendo -con el volumen demasiado alto- alguna película de monstruos.
Pero entonces hubo de darse cuenta de que los alaridos procedían precisamente del apartamento del frente, donde vivía su vecina.
Acto seguido, Antonio, que una vez había recibido entrenamiento como bombero, se encontró dándole porrazos en la puerta y gritando, “¿está usted bien? ¿Necesita ayuda?”
Ya estaba considerando la posibilidad de tener que derribar la puerta cuando ésta se abrió. Allí estaba la muchacha echándole una mirada sorprendida: una toalla de baño encubría su desnudez, mientras que su pelo goteaba el agua de la ducha.
“¿Sí?”, dijo ella.
El le preguntó si había una emergencia.
“No sé. Yo estaba dándome una ducha. Como estaba cantando, no escuché nada”.
“¿Cantando?”, le preguntó él.
Como para sacarle de su duda, ella le brindó una muestra de su arte: abrió la boca… y de allí escapó de nuevo aquella mezcla de pelea de gatos con la escena de la batalla final de Alien. Increíblemente, si uno escuchaba bien, podía descifrarse parte de la letra del clásico ‘I Will Always Love You’ de Whitney Houston, esa canción que tanto se presta para alaridos caninos en manos de cantantes aficionados.
“¡Qué lindo cantas!”, le dijo él.
El incidente rompió el hielo entre ellos: desde entonces han venido saliendo a comer, yendo al cine…
“No te entiendo, Antonio”, le dije. “¿Cuál es el problema entonces?”
Antonio me miró fijamente a los ojos. Me explicó que ese viernes iban a ir a un ‘pub‘ donde había una competencia de karaoke y que ella quería participar.
“¿Y tú temes que ella pierda?”
“No, ‘Rommy’,” me dijo. “Lo que me aterra es que las salidas de emergencia no estén funcionando bien para cuando se forme la estampida”.
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