Las peores rupturas amorosas
Lo peor, cuando una mujer lo deja a uno, es que ni siquiera invente una buena explicación para hacerlo
Aunque hay hombres cuyas parejas no se cansan de botarlos como zapato viejo, mis relaciones con el sexo opuesto han sido mucho más estables y, ¿por qué no decirlo?, más maduras también.
Aunque mis números de conquistas no llegan siquiera a una fracción de los alcanzados digamos que por Leonardo DiCaprio en una semana más o menos promedio, sí he sido bastante afortunado en la brega del amor.
Y, a pesar de esto, no recuerdo ni una sola vez que alguna pareja se haya inventado una excusa para soltar las amarras conmigo. Por el contrario, las mujeres que he conocido siempre han tenido la virtud de ser muy directas conmigo: “Hasta aquí llegó el bote”, me dijo una en una ocasión.
Recuerdo que estábamos en el mismo restaurante chino en que nos habíamos conocido casi exactamente un año antes, y al que religiosamente habíamos seguido llevando nuestros estómagos una vez por semana de ahí en adelante. Confundido, y hasta medio sonreído -mi amiga era bastante bromista-, le pregunté: “¿Qué bote?”.
Pero no bromeaba: fue entonces que ella me tiró por la borda.
¿Qué dicen las mujeres cuando quieren justificar su decisión de mandarlo a uno a la porra? Pues… muchas cosas. Y, a decir verdad, se parecen mucho a lo que explicamos los hombres cuando, siempre con caballerosa elegancia, deseamos informarles que queremos salirnos del juego.
A mí me han dicho, por supuesto, que conocieron a otra persona, o que la forma tan descarada en que miraba a otras mujeres le habían hecho pensar que no estaba enamorado de ella. Lo cual era muy cierto, a decir verdad.
Pero las rupturas nunca me molestan mucho, siempre y cuando vengan bien sazonadas por una explicación convincente.
Lo malo es cuando las rupturas se dan, y uno -el perjudicado- es el último en percatarse de ello.
Me pasó una sola vez, pero les juro que con una basta y sobra. Sencillamente, la bella con la que había estado saliendo más o menos con asiduidad durante varios meses, de pronto dejó de contestar mis llamadas o de responder los mensajes, cada vez más insistentes, que le dejaba incrustados en la memoria de su celular.
Como sé interpretar muy bien las indirectas, al cabo de unos tres meses dejé de llamarla.
Todavía al día de hoy no sé por qué, de la noche a la mañana, mi compañía pareció provocarle tal ataque de náuseas.
En estos casos, según me han dicho, lo recomendable es tomar venganza.
La mía fue de lo más sencilla: durante algún tiempo, cada vez que acudía al baño de las estaciones del tren urbano, cafeterías o garajes de gasolina, escribía bien clarito con ‘magic marker’ su número de teléfono y abajo ponía su nombre completo y la siguiente inscripción: “Llámame para gozar de lo lindo”. No sé, tal vez de esa manera termine poniéndola en contacto con el amor de su vida.
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