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Encuentro con el amor de su vida

 

“Estimado señor Romeo,
Soy un hombre de 34 años de edad y, por motivos de seguridad, voy a abstenerme de darle mi nombre, aunque le puedo revelar mi apodo: Pirulo.
Soy un tipo ‘cool’, afable, bien parecido. Tengo mi negocio propio -una cadena de sastrerías muy exitosas- y, por lo regular, me desplazo en un carro deportivo de último modelo.
Como podría esperarse de toda esta combinación de atributos, no me ha ido mal con las mujeres: no termino un día sin que alguna muchacha joven, bonita y atrevida no me haya abordado en algún sitio público -el gym, la tienda de productos vitamínicos o el banco- y no me deje en paz hasta que hayamos intercambiado nuestros números telefónicos.

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A pesar de todo esto, siento un hueco enorme en el centro de mi pecho. O tal vez no sea exactamente en el centro, sino un poquito más abajo, acercándose un poco al ombligo.
La cosa es que hay algo que no me llena.
La explicación era muy sencilla: en el fondo soy un tipo espiritual y sensible. Me estremezco hasta las lágrimas no tan solo cuando leo las columnas de Paulo Coehlo, sino cuando hasta cuando escucho un disco de Grupo Manía.
Con las mujeres me pasa igual: aunque admiro la belleza física, también me fijo bastante en su forma de ser, en el ser humano que se esconde detrás del maquillaje, de las frases en boga que no se cansa de repetir o del apego casi sicótico por su celular.
Para que me interese volver a salir con una misma chica, ella por lo menos tiene que haberme demostrado un mínimo porcentaje de alma en nuestra primera cita.
Y he aprendido a no ser muy exigente en ese sentido: si la chica no me responde “¿Y dónde queda eso, en El Condado?” cuando le pregunto si le gusta el cine de Tarantino, ya eso de por sí activa la tecla de una segunda cita. Si me dice que está leyendo un libro muy bueno, ya prácticamente empiezo a calcular el costo del anillo de compromiso, aunque después resulte ser ‘Fifty Shades of Gray’.
En fin, hay veces que me gusta aislarme en busca de paz espiritual para meditar acerca de todo esto. Una de las cosas que hago es irme solo a la playa. Suelo hacerlo en un día común y corriente de mediados de semana, cuando están desiertas y con frecuencia acudo a una playita de Ocean Park que conozco desde mi infancia.
Al llegar a ella los otros días a media mañana la hallé agradablemente solitaria: mis únicos compañeros eran un perro realengo que olfateaba los zafacones cerca de la acera y, a la distancia, un envejecido matrimonio de turistas que asoleaban sus arrugas acostados sobre sus toallas.
Me unté el ungüento para el sol, me puse las gafas oscuras y me dispuse a seguir leyendo ‘Del sentimiento trágico de la vida’, de Unamuno, lectura que solo interrumpía cada vez que me ponía a reír a carcajadas.
Luego una nube cubrió el sol y debo haberme quedado dormido, acariciado por la suave brisa marina.
Al despertar nada había cambiado, excepto que era el matrimonio envejecido el que ahora olfateaba los zafacones mientras que el perro realengo se asoleaba sobre la toalla. Pero, junto a mí, pidiéndome que le prestara el frasco mi ungüento para el sol, ahora se encontraba sentada una hermosa joven de cabellera exuberante: raro, porque tenía desocupada la playa entera para sentarse, si así lo hubiera querido.
“Ah, ¿vos lees a Unamuno?”, me dijo con un encantador tonito argentino.
Nos pasamos hablando unos minutos que para mí resultaron alucinantes, delirantes. Discutimos la obra de Unamuno, que ella se sabía de memoria, y luego me explicó que era uruguaya y que trabajaba como maestra de lenguas en una escuela privada, profesión para la cual estaba bastante capacitada debido a que hablaba siete idiomas distintos.
Luego la muchacha, que dijo llamarse Eva, se levantó y dijo que iba a darse un chapuzón, estremeciendo mis pupilas con la visión de un cuerpo que parecía acabado de salir de una pasarela de Victoria’s Angels, coronado, en la retaguardia, por uno de esos bikinis que los brasileños llamaban ‘hilo dental’.
Cuando regresó toda mojada y goteando, como Ursula Andress en aquella famosa escena de Dr. No, me dijo que se tenía que ir, ya que siempre trabajaba en las tardes.
Ahí fue que no pude más y le pregunté: “¿Puedes darme tu teléfono?”
Ella me dijo algo inconcebible que me hizo comprender que era la mujer de mis sueños: no tenía teléfono. Sin embargo, explicó que sí podía cederme su E-mail.
“Eva (at) G-String.com”, me dijo para que lo copiara.
Me causó risa su desliz. “Querrás decir Gmail.com”, le dije.
“No”, me contestó ella, “es así como te lo dije: Eva@G-String.com”.
Mi insistencia pareció molestarla bastante, hasta el grado de que entonces ella alargó la mano para darme un bofetón.
Previendo el golpe, cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos ojos descubrí que de nuevo estaba solo en la playa y que era el perro realengo quien acababa de despertarme dándome lengüetazos en la cara.
¿Qué le parece, Romeo?”

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Gracias por escribir, amigo Pirulo. Lamento que no haya encontrado el amor de su vida, pero esa relación con el perro promete bastante.

Romeomareo2@gmail.com

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