El amor empieza por los ojos
Raúl, un amigo a quien por lo general no he considerado nunca un gran pensador ni nada parecido, me dijo recientemente: “No hay amor más ciego que el amor a primera vista”.
Dejé de hacer lo que yo estaba haciendo -que era menear el palito del ‘rum and coke’ que me acababan de servir en la barra- y lo miré fijamente. No dudo que la incredulidad se hubiese retratado de cuerpo entero en mis pupilas, porque mi amigo se echó a reír.
Luego de sorber un trago de su ‘whisky sour’ y de echarle un vistazo la pantalla gigante del ‘sport bar’ para cotejar cómo seguía el juego de los Astros, él volvió a premiarme con su mirada.
“¿Te sorprendí, eh? A que no te imaginabas que yo era medio filósofo”.
Le repliqué que no suelo pensar que un hombre que a su edad todavía escucha cedés de Marilyn Manson en el carro tienda a padecer de pensamientos demasiados profundos.
“Pues escúchame bien”, me dijo. “Si te enamoras a primera vista de alguien, eso quiere decir que no conoces nada acerca de esa persona. Es decir, estás completamente a ciegas con ella, o con él, según sea el caso”.
Par de sorbos después, reconocí que podía tener algo de razón.
“A mí me pasó una vez”, me dijo.
A continuación, como ocurría en las novelas de Dostoievski -un escritor ruso del siglo XIX, no un cantante de reguetón-, Raúl me empezó a espepitar la historia que, según parece, aún le exprimía los jugos del alma.
“¿Cuántas veces has estado enamorado tú en la vida, Romeo? ¿Cuatro? ¿Veintitrés? Me imagino que muchas más. Pues yo… una nada más. Y te admito que no es de mi actual esposa, aunque la quiero mucho y es una gran mujer, además de una madre ejemplar”.
“Pero la única vez que me he sentido así, como que no podía respirar si ella estaba cerca de mí, fue con una chica llamada Lucía”.
“Fue hace como quince años, en un sitio como éste”, agregó. “Yo estaba igual que ahora, con los codos encima de una barra. Escuché unas risas que venían de una mesa. Cuando me viré, allí estaba ella, mirándome con una sonrisa. Entonces, aún sonriendo, me quitó la mirada…”.
“Eso fue como si me hubiesen ‘jalado’ con una cadena. Me acerqué, le hablé… meses después, cuando no podíamos vivir el uno sin el otro y nos jurábamos amor eterno todos los días y dos veces los domingos y días feriados, ella me confesó que lo había hecho con toda intención. Es decir, que estaba muy consciente de que la mejor manera de intrigar y volver loco a un hombre desconocido era mirándolo de esa manera -con una sonrisa- y después voltearle la cara, pero sin dejar de sonreír”.
“Pues te funcionó muy bien conmigo”, le dije a Lucía. “Me enamoré de ti a primera vista”.
Raúl cayó entonces en un bache de tristeza, el cual aprovechó para mirar de nuevo la pantalla gigante y gritar que le pasaran por lo menos una bola cerca del plato a Carlos Correa.
“¿Y qué te pasó con Lucía?”, le pregunté.
“La historia no tuvo un final feliz”, me dijo después de meditarlo durante largos segundos.
“¿No me digas que tu Lucía se murió?”.
“Nah. Ella terminó casándose con uno de mis mejores amigos. Mucho tiempo después Lucía me dijo que, bien mirado, yo no valía la pena”.
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