Una chica vengativa
No había nada que molestara más a mi amigo Richard que el estar escarbando en la ristra de números de teléfono que tenía almacenados en su celular y encontrarse de pronto con uno que no pudiera reconocer.
Y lo peor, como le estaba ocurriendo ahora, era cuando el nombre que aparecía a su lado tampoco le tocaba una campanita en el interior de su cerebro.
“Sally”, pronunció en voz baja, tal vez esperando que el escucharlo le ayudara a refrescar la memoria.
Pero fue en vano.
Richard era un tipo bien parecido, soltero, que disfrutaba de un buen empleo en una compañía distribuidora de un zapato medicinal cuyo uso prevenía no tan sólo contra los callos, sino hasta contra las caries, el acné y las hemorroides, si lo dejaban.
El único ‘hobby’ de Richard -ya que apenas leía y la música que oía era la que emanaba del radio de su caro carro deportivo del año- era salir con sus amigas.
Y Richard tenía bastantes, a decir verdad. Esta vez, sin embargo, le estaba pasando lo que nunca: amiga que llamaba, amiga a la que tenía que dejarle un mensaje en el teléfono. O amiga que le contestaba y le decía que estaba fuera de Puerto Rico. O que, muy a pesar de ella, esa noche tenía que salir con su otro novio.
Así que, como último recurso, llamó a la tal Sally.
“¿Richard?” le preguntó ella. “¿Cuál Richard?”
El le dio su nombre completo, y como la muchacha aún seguía en blanco, procedió entonces a autodescribirse:
“Bueno, soy blanco, mido seis pies, tengo pelo brown, mi carro es un…”.
“¿Estás seguro de que tú no eres Matt Damon?”, le preguntó ella.
Pero finalmente ella sí se acordó de él.
“Salimos una vez, si mal no recuerdo”, le dijo ella. “Fuimos al teatro, ¿verdad? No, al Centro de Bellas Artes… después comimos algo en el restaurante que queda al frente… y después…”.
No fue sino hasta ese último “y después” que Richard la identificó: se dio cuenta de que estaba hablando con la chica aquella, bonita y graciosa, que luego de Bellas Artes y el restaurante había accedido a pasar la noche con él en su apartamento.
Luego él le había prometido llamarla al día siguiente y… bueno, de eso habían pasado ya como seis meses.
Según su esperiencia personal, las chicas a las que uno trataba de esa manera solían resentirlo un poco. Pero Sally no parecía ser de ese tipo.
“¡Qué bueno que me hayas llamado!”, le dijo ella. “Tenía ganas de verte otra vez”.
Convinieron en verse en el comedero de Plaza. Cuando él llegó, la llamó al celular y ella fue dándole indicaciones hasta que, por fin, él halló la mesa a la que ella se había sentado.
Ya para entonces era demasiado tarde como para que Richard diera media vuelta y se desapareciera del mapa.
“Estás…”, dijo él, procediendo a sentarse.
“Encinta”, le dijo ella.
Al tratar de tragar, Richard se sintió como si tuviera atorada una pelota de golf en la garganta.
“No será mío, ¿no?”
Ella seguía teniendo una bonita sonrisa.
“¿Qué tú crees?”, le preguntó Sally.
La muchacha lo dejó sufrir un minuto completo sin volver a hablarle, hasta que estalló en una risotada.
“No es tuyo, zángano”, le dijo, “sino de mi novio. Y mejor es que te vayas rápido, porque ya debe estar por regresar del baño”.
“¿Para qué me hiciste venir hasta aquí entonces, Sally?”, le preguntó Richard antes de emprender la retirada.
“¿Para qué iba a ser?”, le dijo ella. “Para poder reírme en tu cara”.
Lo primero que hizo Richard, incluso antes de que un guardia lo parara y le diera un ticket por conducir erráticamente y en contra del tránsito por la Roosevelt, fue borrar a Sally de la lista de contactos de su celular.
Pero sabía que no sería tan fácil borrarla de su memoria.
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