No servimos para nada
Lo que más impresiona del descubrimiento de Arnulfo es que fue algo completamente accidental.
Ya les he contado sobre Arnulfo: se trata de un hombre cuarentón que se divorció no hace mucho, después de un largo y penoso matrimonio, y luego de sobrellevar el obligatorio período de transición y de lamentación pasiva, había al fin tomado la decisión de “reinsertarse en la vida social”, como dicen algunos sexólogos.
De primera instancia, sin embargo, cometió todos los errores que suelen cometer los hombres de su edad que llevan bastante tiempo fuera de práctica en lo que a conocer a representantes del sexo opuesto se refiere.
Para empezar, a veces era demasiado agresivo,
Hasta yo tuve que parármele al frente un día en el ‘sport bar’ en que lo veo a cada rato, para explicarle que las muchachas de hoy en día no ven con buenos ojos que un individuo desconocido se les plante al lado en la barra y les diga: “¿Que quieres tomar, baby? No te preocupes, que yo pago”.
Cuando menos, puede sufrir un bochorno ‘king size’, como le ocurrió a el cuando la damisela en cuestión le respondió: “Yo no bebo, aunque a mi novio -esa montaña de músculos que viene arrasando por ahí- le encantan los cubalibres”.
Pero aunque más recientemente el Arnulfo de último modelo era un hombre caballeroso y sensible, la realidad, según me dijo, era que su vida social no había registrado ninguna mejoría.
Ahora lo único que conseguía cuando finalmente lograba que otra chica soltera consintiera a conversar con él, era que ella terminara contándole, con lujo de detalles, por qué su relación anterior había terminado en el desastre total.
“Ya lo he escuchado todo, Romeo”, me dijo. “El tipo les fue infiel, o rompió con ella sin darle explicación alguna cuando estaban a punto de fijar la fecha de la boda, o le zumbó la frase clásica de ‘necesito mi espacio’, como si fuera un astronauta frustrado. Eso sí, ellas nunca son las culpables… o ni siquiera comparten la culpa. Todavía no me ha tocado una que me haya dicho: ‘Pues, mira, lo dejé porque el pobre tipo se estaba quedando calvo y a mí nunca me han gustado los pelones’.”
Por lo regular, cuando Arnulfo escuchaba esos lamentos, su reacción era la misma: decir ‘amén’ y cambiar de puesto en la barra, en busca de mejor suerte.
Una noche, sin embargo, luego de que una mujer le terminara de hablar pestes de su ex novio, a Arnulfo se le ocurrió decir: “Ya yo he pasado por eso también. De ahora en adelante, por lo menos en lo que queda de década, yo no quiero nada serio con una mujer. Si pasa algo, pues pasa, pero luego seguimos cada uno por nuestro lado, tan amigos como antes”.
Pero entonces descubrió que la chica en cuestión lo miraba con nuevos ojos, la conversación entre ellos cambió de tono y, en fin, la cosa culminó con una cita para salir al día siguiente.
Par de días después, según me contó, repitió la táctica para comprobar que no había sido un mero accidente, y el resultado fue idéntico.
“¿A qué se deberá esto, Romeo?” me preguntó. “¿Tu crees que debo patentizar este descubrimiento, o no?”
La respuesta era muy sencilla: las mujeres se sospechan que casi todos los hombres somos unos tipos falsos, superficiales y despreciables que no servimos para nada, pero se muestran muy agradecidas con aquellos que no tardamos cinco años en confirmárselo.
romeomareo2@gmail.com