Amores fatulos
Los otros días sufrí uno de esos ataques de nostalgia que me dan de vez en cuando y empecé a buscar en Facebook a algunos de los viejos amores fatulos de mi juventud. ¿Que qué son los amores fatulos? Aquéllos en los que uno se enamora como un zángano de una muchacha, pero por una u otra razón ella ni se entera de ello. O no le importa un comino.
Eso no evita, naturalmente. que el enamoramiento haya sido ‘fuerte’, como lo prueba el hecho de que todavía hoy en día, varias décadas después, aún me acordaba no tan solo de sus nombres, sino hasta de sus apellidos.
A la primera que encontré fue a Natasha, de mis años de ‘high school’. Me alegró ver en su perfil -por lo menos la parte que estaba disponible al público en general- que su cara conservaba al menos una pizca de parecido con aquélla que yo había adorado para mediados de los setenta.
Para entonces, ella era una rubita de pelo largo que le caía en cascada hasta los hombros, y una cara que era bonita pese a que aún pasaba trabajo para deshacerse del acné.
Era también una de esas muchachas de vecindario que siempre andaba cerca de nuestro grupo -era la hermana de un amigo mío, y la novia de otro- y siempre me gustó, aunque nunca tuve la oportunidad de decírselo.
Y allí aparecía en su página, fotografiada feliz con uno de sus nietos.
Strike one.
También encontré a Saida, ya de mis años en la UPR.
En aquel entonces era alta, delgaducha, de alborotado peinado a lo Farrah-Fawcett y sonrisa dentuda. Cogíamos un par de clases juntos y, como yo no tenía carro y ella sí -y yo era buen estudiante, y ella no-, por un tiempo desarrolló la costumbre de pasar a recogerme a casa, a cambio de que yo le ayudara con las asignaciones y a prepararse para los exámenes.
Dentro de mi ingenuidad, en un momento llegué a creer que ella había propuesto ese arreglo por estar interesada en mí, pero no bien le hice yo un par de insinuaciones para que saliéramos a otras partes, ella empezó a aparecerse en su carrito con su novio de cerca de siete pies de estatura y músculos hasta debajo de los bigotes.
Allí estaba ahora con su mismo pelo largo y su misma dentadura exagerada. Pero todo lo demás había cambiado. O, más bien, aumentado.
Segundo strike.
Ah, y también encontré a Milagros. Elegante, fina, románticamente intelectual, con un pelo castaño que contrastaba con los ojos celestes de su mirada ensoñadora. Cogimos juntos una clase de literatura comparada y hablábamos de libros y escritores mientras esperábamos tirados por los pasillos de Humanidades a que evacuara el salón el grupo anterior.
Recuerdo también que hubo un tiempo en el que ella era inseparable del libro que estaba leyendo, ‘Confieso que he vivido’, de Neruda.
Casi sin darme cuenta, empecé a notar que esa clase se había vuelto mi favorita y que, en particular, lo que más me gustaba eran mis cortas conversaciones literarias con ellas, siempre y cuando el tiempo lo permitiera o Milagros echara a un lado por algunos minutos las memorias de Neruda.
Tanto lo disfruté, en fin, que no me di cuenta de que el semestre corría y de pronto estaba por terminarse, hasta que llegó el día del examen final y nos despedimos dándonos un casto besito de mejilla.
Antes de que se alejara de mi por última vez, le pregunté, desesperado, si tenía pensado volver alguna clase de literatura en el próximo semestre.
“Si la cojo, no va a ser aquí”, me dijo, mostrándome su curiosa sonrisa melancólica.
Entonces me explicó que iba a casarse dentro de un par de semanas y que se iría a vivir con su marido en los Estados Unidos.
Allí la encontré yo ahora en Facebook. Increíblemente, aunque -como es natural- sus facciones habían sufrido algunos cambios, se veía casi idéntica a como había lucido casi treinta años antes: hermosa, risueña y con la misma mirada de ensoñadora lectora de Neruda.
Y al lado de ella… su marido.
Tercer strike… y de regreso p’al dugout.
Romeomareo2@gmail.com