Drama en la luna de miel
“Querido don Romeo: Nunca había escrito a una sección como ésta, porque siempre me han parecido una pérdida de tiempo, unos artículos escritos por tontos para imbéciles. Pero debo decir que, luego de leer sus últimos escritos, me ha parecido que sus columnas son un poquito mejor que eso, aunque no mucho. Así que, tal como dicen los pollos, vamos al grano.
Soy una mujer de cuarentitantos, casada por segunda vez. No soy ninguna tonta: en la universidad completé dos maestrías (una en artes culinarias, y la otra en filosofías orientales: preparo un sushi existencialista que ha ganado premios). Además, me parece conocer bien a los hombres. Mi preferencia son los hombres finos e intelectuales, pero la primera vez me casé con un completo patán: un taxista cuya idea de una broma era eructar y echarse a reír. Pero como tenía otros encantos, duramos siete años antes de que yo decidiera echarle ‘flee’.
Sé que los sexólogos y otros idiotas siempre dicen que una no debe enfrascarse en otra relación cuando todavía no se le han curado por completo los golpes y moretones espirituales de la anterior. Lo que llaman empatarse de ‘rebound’. Pero lo cierto es que este año que acaba de terminar, a pocas semanas de mi divorcio, me encontré en el supermercado con un hombre alto, elegante, vestido con gabán y corbata, que empujaba un carrito lleno de frutas, vegetales y vistosas botellas de vino.
Admito que yo estaba mirándolo con la codiciosa admiración de quien paladea visualmente lo prohibido, cuando de pronto el individuo se volteó en mi dirección, sonrió y pronunció las sedosas sílabas de mi nombre.
“¡Petronila! ¿Eres tú?”.
Enseguida le aclaré que ahora me llamaban Petri, un nombre que tiene mucho más caché cuando me buscan por los altoparlantes o cuando estoy en el club de tenis.
Resultó que él era Adolfo, un antiguo compañero de la escuela superior: ahí mismo nos abrazamos y nos suplimos respectivamente nuestros números de teléfono.
Esa misma noche me llamó: estuvimos conversando como dos horas, diálogo en el cual me enteré, entre otras cosas de que, por increíble que parezca, él nunca se había casado.
“¿Es que no has encontrado a la mujer de tus sueños?”, le pregunté.
“Ni a la de mis pesadillas, que es aún mejor”, me respondió con una risa.
Empezamos a salir: el cine, la ópera en el Metro, las veladas de jazz al aire libre en el Condado… antes o después, siempre me llevaba a los restaurantes más refinados, donde él, de seguro que para impresionarme, a veces ordenaba en francés, aunque después tuviera que traducirlo todo cuando el mesero le preguntaba qué demonios le estaba diciendo.
Tengo que destacar un punto: en todas estas salidas, Adolfo no dejó de comportarse como todo un caballero. Incluso al despedirse, lo hacía estampándome un casto besito en la mejilla.
Cuando le pregunté si le pasaba algo, me contestó que él era un hombre chapado a la antigua y que le gustaba tratar a las mujeres como ellas merecían.
Resumo: al poco tiempo me di cuenta de que también era un hombre muy religioso y no creía en el sexo antes del matrimonio.
En fin, cuando nos casamos, él se puso tan nervioso que se confundió y trató de ponerle el anillo al sacerdote y casi se desmaya cuando por fin nos pronunciaron marido y mujer.
Esa misma noche en que debía comenzar nuestra luna de miel, comenzó, sin embargo, mi gran sufrimiento: ya dentro del cuarto, cuando yo me había despojado de mis prendas, noté que él se mantenía nervioso y alejado, sin atreverse a decir nada. En determinado momento le oí hablar por teléfono, al parecer con su mamá. Finalmente se echó a llorar y me confesó: “Perdóname, Petri, pero es que soy señorito”.
Yo me decía: “Esto no puede estar pasándome a mí”.
A ver, Don Romeo, gánese sus chavitos. ¿Qué me recomienda hacer?”
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La verdad, querida Petri, es que sólo se me ocurre decirte una cosa: “C’est la vie”. O “such is life”, si lo prefieres.
Romeomareo2gmail.com
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