En busca de un viejo amor
¿Qué es mejor, mantener vivo el recuerdo de una relación que tuvo lugar muchos años atrás, o tratar de revivirla en el presente?
No me contesten todavía: primero déjenme explicarles el asunto.
Los otros días me encontraba yo tonteando en una de esas páginas de Internet que ayudan a que uno localice a la gente de la que no tiene ni rastro desde hace muchos años. Sin mucha esperanzas de nada, en determinado momento se me ocurrió poner el nombre completo de una muchacha de la que yo había estado medio enamorado, allá para mis años de escuela superior.
No pondré aquí cuál era su nombre verdadero, pero sí les diré que tenía un nombre que no era muy común, pero que tampoco era uno de esos nombres de ahora que parecen ser el fruto de un accidente tipográfico.
Lo que importa es que llené el breve cuestionario que se me pedía: Residencia: Puerto Rico; Sexo: femenino (luego de superar la tentación de poner ‘sí, por favor’, como decía el comediante Rodney Dangerfield).
Entonces le dí a ‘enter’ y, ¡voilá! (o cómo se diga): allí me aparecieron no tan sólo su dirección completa, sino su número de teléfono y hasta su E-mail.
El que apareciera ella por su apellido de soltera, naturalmente, me lució un buen indicio: eso quería decir que no estaba casada o, por lo menos, que se había divorciado (o enviudado).
El punto es que le escribí un E-mail y Marisol (nombre ficticio) me lo contestó. Se acordaba de mí. La llamé.
Hablamos varios minutos por teléfono. Como suele decirse en las películas, “luego de una torpeza inicial, pasamos de inmediato a conversar como si nos hubiéramos visto esa misma mañana en el salón de clases”.
La invité a salir: quedamos en vernos la noche siguiente a la entrada de un negocio muy pintoresco que hay en Puerta de Tierra, donde, a la vista del Atlántico, preparan ‘hamburgers’ al carbón. ¿Por qué allí? Pues porque allí mismo habíamos estado hacía tres décadas, en la única vez que habíamos salido cuando aún estudiábamos en ‘high school’, poco después de asistir a una obra de teatro que en la escuela nos habían ordenado ver.
Marisol era una muchacha blanca, de largo y ondulado pelo castaño y unos labios rojos extremadamente carnosos, cuando aún no se había inventado el ‘botox’. Recuerdo también que era muy fina y elegante: no era de esas chicas alegres que gritaban y decían malas palabras, sino que siempre hablaba en un tono dulce, melodioso y sensual, y sin esforzarse demasiado.
Y recuerdo también nuestra primera conversación: ella me preguntó que cuál era mi signo, y yo, que nunca he sido muy inteligente, le hice el signo de la paz.
“No, anormal, tu signo zodiacal”, me dijo ella afectuosamente.
Y cuando le dije que mi signo era cáncer, ella contestó: “Ah, ¡cáncer! Los cancerianos son siempre tan ‘moodys’.”
Como dice Cara Mía, historia larga, corta: al llegar al lugar de los ‘hamburgers’ busqué por todos lados, pero por ninguno vi a esa Marisol de 17 ó 18 años, de ondulado pelo castaño y labios carnosos, de sonrisa cariñosa y fiel seguidora de los signos zodiacales.
Tampoco la busqué demasiado.
Me di cuenta de que, si nos encontrábamos, ella tampoco vería al muchachón con acné y el penacho de pelo que desafiaba a cualquier cepillo que intentara domarlo.
Por consiguiente, resolví que a esos jovencitos que habíamos sido haríamos bien en dejarlos bien solitos, y disfrutando de sus mutuos recuerdos: di media vuelta y me fui de allí.
Así soy yo a veces: todo ternura.
Romeomareo2@gmail.com