En busca de un alma gemela
Estimado amigo Romeo,
Allá para fines de los años setenta, yo era un humilde estudiante universitario que, cargado de libros, todos los días tenía que usar las guaguas de la AMA para ir y venir a la Yupi de Río Piedras.
Ya me sabía de memoria esa aburrida ruta que, en la ida, transitaba en línea directa por la Ponce de León desde la parada 24 de Santurce, donde yo vivía, y a la venida me dejaba en la Fernández Juncos.
Para hacer el cuento todavía más corto, le diré que un día, en el viaje de regreso, a la altura de Hato Rey, sentí unas necesidades urgentes de ir al baño y tomé a única decisión razonable que tenía en mis manos: bajarme de la guagua y acudir corriendo al baño en el primer negocio de comida rápida que me saliera al paso.
Así lo hice. Entonces, lleno de alivio, caminé de nuevo hasta la parada para esperar la próxima guagua que pasara en dirección a Santurce.
Era cerca de las cuatro de la tarde, una hora que todo usuario de la AMA sabe que es sumamente agradable, puesto que hay poca gente en las paradas y las guaguas pasan casi vacías y con los cristales empañados por el frío refrigerado que hace adentro, un frío que se transforma en un calor asfixiante cuando el aparato va lleno y con gente apiñada de pie hasta la escalera de entrada al vehículo.
A los pocos minutos de estar en la parada, se paró junto a mí en la parada una muchacha que rondaba más o menos mi misma edad, y que, con los audífonos clavados en los oídos, aleteaba la cabeza hacia arriba y hacia abajo mientras escuchaba su radio/‘cassette player’: recuerden que para esa época ni siquiera existían todavía los ‘walkman’.
Lo tenía tan alto que yo podía oír claramente la música que ella venía escuchando, y, cuando la pieza terminó -escuchándose entonces la pastosa voz del DJ-, olvidando por un momento mi timidez habitual con las muchachas, la toqué en el hombro.
Me imagino que lo hice tal vez por la euforia que yo sentía por haber ido al baño y la expectativa de una guagua vacía donde por lo menos iba a poder descansar los libros en el asiento de al lado.
“¿Te gusta Gary Wright?”, le pregunté.
Sorprendida, la muchacha de arrancó los audífonos.
“¿Cómo?”
Le expliqué que así se llamaba el cantante de la canción que ella había escuchado con tanto deleite, la cual, de paso, se titulaba “Dreamweaver”.
“¿De verdad?”, preguntó ella.
Sonreía, y enseguida me di cuenta de que tenía una de esas sonrisas femeninas que parecen capaces de sanar a los enfermos.
Entonces ella sacó una libretita y le pidió que le deletreara bien el nombre.
“No me lo vas a creer”, me dijo, “pero llevaba tiempo tratando de descifrar el nombre de esa canción y quién la cantaba, pero como aquí en la radio casi nunca dicen nada…”.
“Yo creía que decía Drink algo…”.
Nos quedamos conversando un rato en o que llevaba la próxima guagua y, con cada segundo que pasaba, más me convencía que yo acababa de encontrar a mi alma gemela.
Ella tomó la próxima guagua que llegó, la cual, por desgracia no era la mía. Antes de subirse, sin embargo, me dijo que su nombre era Saida y, sin titubeos, accedió a darme su número de teléfono, el cual yo procedí entonces a grabármelo en la memoria para luego escribirlo cuando mi guagua llegara y yo quedara con las manos libres para poder apuntarlo por alguna parte.
Error fatal: cuando finalmente fui a escribirlo, me di cuenta de que tenía dudas con un par de números y cuando la llamé al llegar a la casa -recuerden que para esa época tampoco existía el celular-, me dijeron que yo había marcado un número equivocado.
En los próximos días, con creciente desesperación, traté de volver a verla: par de veces procuré estar a la misma hora en la parada en la que nos habíamos conocido pero, como dicen los americanos, “no dice’.
Pues ahora le digo, Romeo, que aunque han pasado casi 40 años, mi vida no ha sido vida desde entonces: tal vez porque nunca perdí las esperanzas de volver a encontrar a la muchacha que yo estaba seguro de que iba a ser la mujer de mi vida, nunca me casé y apenas tuve novias.
Así, ahora que ya rozo los sesenta en estos tiempos del IVA, utilizo este espacio de su columna para hacer un último intento de localizar a Saida, sin saber si seguirá viva, aunque ya sea abuela, o, si está viva, si sigue viviendo aquí o acaso está viviendo en Groenlandia.
Señora que me lee, ¿era usted aquella muchacha de la parada, que vestía mahones y una especie de T-shirt gris en la que aparecía la frase “I don’t give a …”?
Pues yo era el chico flaco y plagado de acné que cargaba un montón de libros bajo el brazo que te habló de aquella canción que se llamaba ‘Dreamweaver’.
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¿Qué me dicen, queridas lectoras? ¿Alguna de ustedes se acuerda de este pobre infeliz?
Romeomareo2@gmail.com