La vida es así
No hace mucho, Enriqueta, mi querida perrita sata, mi única compañía casera, en un ataque de típica ternura perruna casi me arrancó el pulgar de la mano derecha.
Sentí tanto dolor que hice lo que siempre había jurado que no volvería a hacer: caminé tambaleándome por la urbanización hasta llegar a la casa Marta, la rubia vecina con la cual he vivido un romance ‘on and off’ en los últimos tiempos, pero que ha estado más ‘off’ que un microondas dañado desde que hace unos meses nos dimos una escapada romántica por América Central y Suramérica y luego regresamos a la Isla tan hastiados el uno del otro que prometimos no volver a hablarnos jamás.
Esta vez, escudándose en la excusa de que eran las tres de la madrugada, Marta estuvo buen tiempo ignorando mis golpetazos en su puerta, hasta que al fin, presumo yo que preocupada que por mis alaridos de sufrimiento se despertaran los vecinos, accedió a abrirla a medio pocillo; es decir, sin quitar la consabida cadenita protectora.
“¿Qué te pasa?” me preguntó con una voz que delataba un bajo porcentaje de conmiseración. “¿Estás borracho o qué?”
Le expliqué entonces mi situación, mostrándole como ‘exhibit A’ mi dedo sangrante.
“¿Y?” me preguntó. “¿Acaso yo soy enfermera?”
Entonces le dije que sabía que no era esa su profesión, pero que, lamentablemente, yo no estaba en estado de poder manejar para ir al hospital y que ella resultaba ser la única persona de toda la urbanización con la que tenía cierta confianza.
“¿Y no puedes llamar a alguna de tus amiguitas de otras urbanizaciones?” me preguntó, esta vez con un alto contenido salino de sarcasmo, “¿o es que están todas durmiendo… con sus otros gevos?”
Pero yo conozco a Marta y, pese a la leve resistencia que había opuesto, terminó poniéndose una bata y llevándome hasta la sala de emergencia del hospital más cercano, aunque, claro, sin dirigirme la mirada ni otra palabra en el trayecto.
En la sala de emergencia, tuve suerte de que me atendieran en menos de dos horas y media, y una enfermera -una mujer alta y un poco llenita, pero atractiva- empezó a tomarme los datos con calculada indiferencia: edad, estatura, fecha de nacimiento… Cuando preguntó que dónde yo trabajaba, quise hacerme el gracioso y le dije: “En ningún lugar, pero me pagan el cheque en la compañía tal”.
Entonces la expresión de su rostro cambió: con ojos soñadores que miraban hacia la lontananza y una sonrisa de placentera nostalgia, me preguntó:
“¿Por casualidad usted conoció a un hombre llamado Arturo, Arturo Sáenz?”
Era una pregunta imcomprensible, puesto que casi nadie más de la compañía hubiese reconocido ese nombre: pero yo era uno de sus empleados más veteranos, por lo que, en efecto, había coincidido un tiempo con Arturo hasta que este había renunciado hacía unos 16 o 17 años.
Era un tipo inteligente y sensitivo: una vez me enseñó unos poemas que había escrito y soñaba publicar algún día, pero esto fue cuando ya nos conocíamos desde hacía un tiempo, puesto que él era bastante tímido. Hubo un tiempo en que empezamos a visitar ocasionalmente una barra cercana al salir del trabajo para beber un par de tragos y perder el tiempo conversando acerca de nuestros sueños para el futuro.
Pero al poco tiempo él renunció sorpresivamente y jamás lo volví a ver. Algunos años después, sin embargo, alguien me dijo que había tenido problemas con el alcohol, había perdido su siguiente trabajo y que hasta su esposa lo había abandonado.
“Pues sí, lo conocí”, le dije a la enfermera. “¿Usted era amiga de él?”
La mujer emitió una especie de vaho de desaliento. Un tono de tristeza le invadió la mirada.
“Yo trabajé un tiempo en su casa”, dijo con una medio sonrisa melancólica. “Fue antes de estudiar para enfermera: trabajaba de criada”.
“El era un hombre buenísimo, demasiado amable”, agregó. “Fue muy bueno conmigo. Pero sufría mucho por su esposa. Ella no lo quería”.
Agitó de pronto la cabeza, como para salirse ya de esa nube de recuerdos tan tristes.
“Bueno, la vida es así”, dijo.
Siguió entonces recogiendo mis datos, pero al final, después que me hizo firmar como siete papeles distintos, preguntó con renacida esperanza: “¿Usted lo ha visto recientemente? ¿Sabe dónde está viviendo?”
Le dije que lo lamentaba mucho, pero que hacía años que no lo veía ni sabía nada de él.
A la larga en la sala de emergencia no les quedó más remedio que atenderme y coserme el dedo, pero aproveché la espera para decirme que era posible que esa pobre mujer hubiese estado enamorada toda su vida de aquel recuerdo cada vez más desteñido, o que incluso ella hubiese vivido con Arturo una corta aventura que tal vez él olvidara a las pocas semanas mientras que a ella le había durado toda una vida. O quizá sí se enamoraron mutuamente y las circunstancias impidieron que pudieran juntarse.
Bueno, la vida es así. Pero no tiene que serlo.
En fin, tampoco le dirigí palabra ni mirada a Marta en el viaje de regreso a la urbanización hasta que, al bajarme de su carro y agradecerle su acto de buena samaritana, le dije: “Mañana -es decir horita- te voy a llamar y te voy a invitar a comer, porque tenemos muchas cosas de qué hablar”.
Entonces, con tal de que no se quebrara ese ‘mood’ tan romántico que yo acababa de crear, le tiré la puerta en la cara para que ella no me zumbara el insulto que, amenazante, ya se asomaba a su boca.
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