Idilio al vapor
En el hermano país de la República Dominicana existe -o existía: no sé si han cambiado las leyes- algo que se llamaba “divorcio al vapor”. Es decir, cuando alguien quería divorciarse rápidamente y tenía los papeles necesarios (tanto los legales, como el efectivo), podía darse un saltito allí al lado y en par de días regresaba con el acto consumado.
Bueno, pues acabo de percatarme de que no hay que salir de Puerto Rico para consumar algo que se me ocurre denominar “romance al vapor”.
Me explico: los otros días llevé el carro (o el carro me llevó a mí), a un cambio de aceite. Era en uno de esos talleres de mecánica “new age”, dotada de una salita con aire acondicionado y televisor y un empleado que te vende refrescos y otras chucherías mientras haces turno en lo que los mecánicos le caen a marronazos a tu vehículo.
Al rato de yo llegar, hizo entrada un hombre alto y algo corpulento, que me miró con un poco de asco al decirme “buenos días” y se sentó a bastante distancia de mí mientras examinaba casi obsesivamente la pantalla de su celular.
Pocos minutos después, ya pasado el mediodía, llegó lo que hoy en día se conoce como una “dama”, ya que nadie las llama señoras o señoritas. Traía en las manos una bolsa de papel que despedía un fuerte olor a comida y, luego de sentarse, ni corta ni perezosa, la abrió y comenzó a comer con gran apetito.
“Ustedes me perdonan”, dijo, “pero es que tenía un hambre…”.
Tuve que ausentarme por unos momentos para ir al baño pero, al regresar, vi que la muchacha y el tipo grandullón se habían enfrascado en una conversación.
Según descifré, por lo que estaban diciendo, resultó que el tipo era detective y su especialidad eran los casos de divorcio: es decir, buscar pruebas de la infidelidad del cónyuge para facilitar el caso en corte.
“A veces uno tiene que estar días y días dándole seguimiento a un hombre”, dijo, “pero, a la larga… casi todos caen”.
“Los hombres en particular no se cuidan mucho en esas cosas”.
Más o menos a esta etapa del relato tuve que ausentarme: algo que yo había comido la noche anterior seguía taladrándome los intestinos. No sé qué, porque había comido muy saludable: patitas de cerdo con enchilada y ensalada de pulpo al ajillo.
Al regresar, me percaté de que la conversación había progresado aceleradamente.
“Quizá yo sea una rareza, pero siempre he sido así”, comentaba la muchacha mientras se encargaba de no dejar ni rastros de lo que en vida había sido un suculento plato de pollo frito con arroz y habichuelas, “yo siempre he sido una mujer fiel al hombre con la que he estado. Por eso, aunque sienta que ya no quiero a mi marido, sé que no voy a poder dejarlo… por mucho que me empiece a atraer otra persona”.
“Pero… ¿y si tú te das cuenta de que te está engañando?” le preguntó el grandullón después de meditarlo por varios segundos. “¿Eso cambiaría las cosas?”
“¿Y tú crees que él me está siendo infiel”
“Por lo que me has contado, tiene todos los síntomas”, dijo el hombre. “Si un hombre que antes ha sido fogoso ahora está frío con una mujer, en cinco de cada seis casos es porque está siendo fogoso con otra. Créeme, que yo lo sé. Ya he visto demasiados casos como el tuyo”.
“No hay ninguna razón en el mundo”, agregó, “para que una mujer como tú, tan cariñosa y tan hermosa, siga viviendo dentro de esa infelicidad.
“Y escúchame: no tiene por qué ser así”.
El hombre empezaba a proponer tomar su caso “por la casa”, para demostrarle su punto, cuando de pronto sentí un retortijón adicional y tuve que ausentarme nuevamente.
Cuando regresé, ya la cosa había evolucionado otra vez.
“Solo te pido una oportunidad”, le decía el hombre mientras la muchacha se tomaba el bicarbonato de soda que acababa de comprarle al encargado de la salita de espera. “Claro, si todo resulta como yo creo y te traigo las fotos como evidencia…”.
La muchacha levantó entonces la cara para mirarlo con ojos aguados por la emoción: “Pero no podría ser enseguida”, dijo ella. “Primero habría que esperar un tiempo”.
“El tiempo que tú creas prudente, mi amor”, le dijo él. “Un par de días, dos semanas…”.
Pero en esos momentos la voz del empleado de la salita del taller intervino en la conversación, mirando en mi dirección: “¿Usted es el dueño del Landau del ‘91 color blanco con manchas de óxido?”
“¿Sí?”
“Pues su carro ya está listo”.
Así, muy a pesar mío, tuve que marcharme de allí sin enterarme de la parte final de aquel idilio al vapor.
Romeomareo2@gmail.com