Las mujeres son un enigma
Respetado señor Romeo,
Antes que nada, debo decirle cuánto me alegra que esté de regreso. Nunca había extrañado a nadie de esa manera desde que quitaron el show de Iris Chacón de la television.
Nada, quisiera consultarle algo.
Soy, como debe haberse dado cuenta, un hombre maduro. No lo digo por la edad, aunque esta es considerable, sino por mi forma de ser: he sido un hombre maduro desde que tengo uso de razón… es decir, desde que pasé de la adolescencia.
Y esta madurez se refleja más que nada en mi trato con las mujeres: como soy muy bien parecido, y extremadamente simpático, siempre he sido bastante afortunado con las féminas. Me he enamorado… se han enamorado de mí… nos hemos separado… pero, por encima de todo, lo más importante es que ninguna de mis relaciones ha terminado mal.
Es decir, todas mis ex han terminado siendo mis amigas.
¿No cree que esto es un síntoma inesquivable de madurez emocional?
Pues yo también.
De hecho, mi trato con estas ex que ahora son amigas alcanza a veces una altura tal que a menudo, cuando atravieso por algún tropiezo amoroso, mi primer recurso es llamar a una amiga para desahogarme y consultarle mi dilema.
Y, ¿sabe qué? Hasta me he dado cuenta de que a las mujeres les gusta que uno las consulte de esta manera.
Claro, nada es perfecto.
Yendo al grano, le diré que hace un mes, más lo menos, rompí con Claudia, una bella secretaria con la cual viví un tórrido romance durante varias semanas. Como es habitual en mí, fue un rompimiento amistoso: un día, mientras nos comíamos unas barquillas viendo la laguna del Condado, le dije: “Claudia, creo que lo nuestro no está funcionando”.
Ella como que se lo esperaba porque, con toda frialdad, me respondió: “Sí, a mí me parece igual”.
Luego procedió a terminar su barquilla y se alejó tras decirme que iba a recoger sus cosas para irse de mi apartamento y yo me quedé fumando y mirando con aire pensativo el agua de la laguna, como se supone que hagamos los hombres de mundo después de sufrir un rompimiento de este tipo.
En fin, luego de mantenerme en depresión durante el tiempo reglamentario -dos días-, conocí a Marta, una rubia que, para serle sincero, me hacía recordar a Claudia. Salimos un par de veces y a la semana, pum, ya estábamos conviviendo en mi apartamento.
Pero se trató de una relación fugaz: una mañana me desperté a pleno sol, preguntándome por que no había sonado el despertador que siempre pongo para las seis de la mañana, y descubrí que Marta me había abandonado. Y hasta se había llevado el reloj.
El resto de esa mañana sufrí uno de esos olores intensos que uno o sabe si va a poder sobrevivir: después de todo, se trataba de un reloj que me había regalado mi madre. Una verdadera joya de la familia.
Ya por la tarde, más repuesto, desenfundé mi libretita de teléfonos y comencé a llamar una por una a mis ex novias: la primera que apareció y se mostró dispuesta a encontrarse conmigo a la hora del ‘happy hour’ fue, curiosamente, Claudia, mi ex más reciente.
Caballeroso al fin, le pregunté: “¿Pero estás segura de que podrás soportar verme otra vez tan pronto? Digo, es que no hace mucho de lo nuestro”.
Claudia me respondió con frialdad: “Conmigo no va a haber problema”, me dijo. “Preocúpate por ti”.
En fin, nos vimos, nos sentamos frente a la barra, sorbimos un par de cubalibres “for old times sake” y después cumplí con mi deber constitucional y me pasé algunos minutos lamentándome sobre el trágico final de mi relación con Marta.
Por lo regular, cuando llegamos a esta etapa, la ex de turno se compadece de mí y me pasa la mano por detrás de la cabeza cariñosamente, diciéndome “ya, ya”.
Pero como esta vez no sentí la presencia de una mano compasiva, levanté la cabeza y vi a Claudia parada junto a mí. Me sorprendió más que nada el extraño gesto que vi retratado en su cara: sonreía panorámicamente, de oreja a oreja.
Entonces dijo: “Así te quería ver, desgraciado”.
Alegremente taconeando, se fue de allí.
¿Qué usted cree, Romeo?
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Nada, que las mujeres son un enigma
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